miércoles, 2 de noviembre de 2016

NUESTRO   LENGUAJE
(Tertulia del 2/11/16.)
(Conchi Torres. Maestra especialista en lengua por la  Universidad de Málaga).


  Lenguaje es la capacidad que toda persona tiene de comunicarse con las demás personas, mediante signos orales y escritos. Se trata, pues, de una facultad humana.
   El lenguaje presenta manifestaciones distintas en las diversas comunidades que existen en la Tierra; cada una de esas manifestaciones recibe el nombre de lengua o idioma. Lenguas o idiomas son, por tanto, el español, el inglés, el chino, etc.  En España existen cuatro lenguas o idiomas: el castellano (que, por ser la lengua oficial común a toda la nación, se denomina también español), el catalán, el gallego y el vasco o euskera, que son oficiales en sus respectivos territorios
Se hablan de tres a cuatro mil lenguas en el mundo.
   Las lenguas se suelen agrupar en familias. Forman una familia todas aquellas lenguas que están históricamente emparentadas, es decir, que derivan de una misma lengua. Así, las lenguas de Europa (con exclusión de algunas como el finlandés, el húngaro y el vasco) junto con muchas lenguas de la India y del Pakistán, y el persa, derivan todas de un idioma desaparecido, el indoeuropeo, y constituyen la familia indoeuropea.
    Cuando, dentro de una familia, dos o más lenguas muestran un mayor parentesco entre sí que con las demás lenguas de la familia, forman una rama de aquella familia. Así, el latín, que pertenecía a la familia indoeuropea, dio lugar, al evolucionar diferentemente en distintos territorios, a las lenguas románicas, romances o neolatinas: español, francés, italiano, rumano, portugués, catalán, gallego, etc.
   Considerada desde un punto de vista humano, el de sus hablantes, toda manifestación colectiva del lenguaje, sea un idioma extendidísimo, sea un mínimo dialecto, tiene derecho al máximo respeto. Sus hablantes contemplan y ordenan el mundo a través de su modalidad lingüística, que de este modo se identifica con su propio ser.  No existe una manera de hablar que sea superior;  afirmarlo supondría pretender que hay personas superiores a otras.  Y atentaría contra los derechos humanos imponer por la fuerza a una comunidad otra lengua distinta a la que secularmente habla.
   El término dialecto no designa un modo de hablar de menor categoría que el de una lengua. Se trata de una noción genética o histórica, que debemos emplear con suma propiedad.
   Toda lengua es un dialecto respecto de aquella de la cual procede. Así, el castellano, el gallego, el catalán, el italiano, el francés, etc.  Son dialectos del latín. A su vez, el andaluz o el canario son dialectos del castellano. El latín mismo era un dialecto del indoeuropeo.

    El andaluz y, en general, las hablas meridionales e hispanoamericanas son formas dialectales modernas del español, del mismo modo que el castellano comenzó siendo una forma dialectal del latín. Su origen es fundamentalmente castellano-medieval (con algunos rasgos leoneses o aragoneses, según las provincias), y esto por la sencilla razón de que el andaluz de hoy no es otra cosa que una evolución in situ, de la lengua traída al valle del Guadalquivir y a las provincias occidentales de Andalucía por los conquistadores y colonizadores del siglo XIII, y su posterior extensión al antiguo reino de Granada, repoblado mayoritariamente por andaluces de las provincias del oeste en el siglo XV.
   También eran en su mayoría andaluces, los que, por estas mismas fechas de la conquista y repoblación del reino de  Granada, se fueron estableciendo en las Antillas y en las primeras tierras descubiertas y colonizadas del continente americano, lo explica, en parte, las similitudes y coincidencias entre el andaluz y el español de América.

   Los andaluces hablamos y escribimos en español o lengua española. El andaluz o habla andaluza es la modalidad del español que se practica (con sus propias variedades locales), en las ocho provincias de Andalucía. No es, pues, una lengua o idioma distinto del que se habla y escribe en Castilla, México o Venezuela. Se trata, en cada caso, de variedades dialectales de un mismo idioma, más acusadas en el nivel popular y familiar, pero asimismo existentes y legítimas en el nivel culto y normativo.
   Como sus rasgos más característicos y generales no sobrepasan, de ordinario, el nivel fonético-fonológico, podemos decir que el andaluz es, sobre todo, un modo de pronunciar nuestra común lengua española y americana. Expresado de otra manera, y simplificando un poco: el andaluz se habla, pero no se escribe. Esto no impide, claro está, que pueda transcribirse fonéticamente, con mayor o menor precisión (según convenga),  cuando sea útil o necesario; por ejemplo a la hora de reproducir letras de cante flamenco o de canciones populares andaluzas (imprescindible, sobre todo, en ambos casos, porque el andaluz popular hace sinalefas donde el castellano no puede hacerlas, y esto repercute en el cómputo silábico).
    Los andaluces pronunciamos el español a nuestro modo y lo escribimos con la ortografía común a todos los países de lengua española.
   El rasgo fonético-fonológico más característico del habla andaluza que pasó al español de América es, sin duda, el seseo. Hoy puede decirse que en toda América (así como en las Canarias) se sesea, y que en la mayor parte de Andalucía se sesea o se cecea.
   El ceceo consiste en pronunciar con una especie de z tanto la s de casa como la c de cielo y la z de zapato. Su opuesto, el seseo, consiste en pronunciar ese mismo único fonema andaluz con s.
   Históricamente, el seseo y el ceceo tienen un mismo origen, aunque es probable que, desde el principio, el ceceo fuese socialmente menos estimado, y de ahí que a las Canarias y a América pasara casi exclusivamente el seseo.
    En Andalucía aparecen ambos en la época (algo posterior a la toma de Granada y al descubrimiento de América) en que comienza a producirse la gran revolución fonológica del español moderno, con una serie de cambios entre los que se encuentra la reducción de cuatro de los seis fonemas sibilantes del castellano medieval (s, ss, z, y Ç) a dos en Castilla (s y z) y a uno solo en Andalucía, bien pronunciado con la variedad s (seseo), o bien con la variedad z (ceceo).
    El seseo y el ceceo gozan hoy de distinta estimación social, se debe sin duda, en parte, a esa mayor extensión del seseo más allá de las costas andaluzas, y quizá, por otro lado, al prestigio e influencia (históricos sobre todo) del habla de Sevilla capital (seseante) y, como consecuencia de lo anterior, a la adopción del seseo (en zonas ceceantes) por las capas económica y culturalmente superiores.
    Por otra parte, para los andaluces de origen ceceante siempre resultará más fácil adoptar el seseo que practicar la distinción s-z como en Castilla. En todo caso, un resto o recuerdo de suave ceceo no suele resultar vulgar ni desagradable en pronunciación genuinamente andaluza.

    El español de Andalucía y el español de América tienen en común, frente al español hablado en Castilla, unos caracteres fonéticos y fonológicos que han ido generando una especie de supranorma culta internacional caracterizada fundamentalmente por:  el seseo, el yeísmo, la aspiración de la s final de sílaba, y la j suave o faríngea.
    Con tales características fonéticas, y sin complejo lingüístico alguno, se expresa hoy un orador o un locutor de Caracas o La Habana. No siempre lo hace así, en cambio, otro de Málaga o Sevilla.
    A este respecto, resulta paradójico que, mientras en toda España se admite ya sin reticencias la norma culta fonético-fonológica de Venezuela o de Cuba, no acabe, en cambio, de ser aceptada en ciertos niveles y medios de comunicación, para usos no estrictamente folklóricos, la andaluza, de la que, como parece demostrado, proceden aquéllas en gran parte.
   Otros rasgos fonéticos o fonológicos del habla andaluza más limitados social o geográficamente que los anteriores (y menos extendido, en general, por Hispanoamérica) son:
1º Pérdida u omisión de ciertas consonantes finales de palabras, como la d (Madrí, verdá), la l o la r (omisiones estimadas como más vulgares) y suave relajación de casi todas las que cierran sílaba. Es un rasgo característico de la lengua española que alcanza su máxima intensidad en andaluz. Y es también el punto en que tal vez resulta más difícil establecer límites socialmente objetivos entre lo vulgar, lo popular y lo culto.
 Así, se tiene generalmente por vulgar, la omisión de la r final en infinitivos y otras palabras, pero es preciso reconocer que se trata de un fenómeno muy arraigado en el andaluz popular y familiar.
 2º Caída mucho más frecuente que en Castilla de la d intervocálica: marío, deo, to, na,…
 3º Rehilamiento, en zonas yeístas, de la y y la ll. Consiste en pronunciarla haciendo zumbar suavemente la lengua, a la manera de muchos argentinos y uruguayos.
 4º Articulación fricativa de la ch, que la hace igual o semejante a la sh inglesa.

  Los cambios en el nivel fonológico del andaluz han repercutido sin duda, en algunos casos, en el nivel léxico-semántico.
 Algunos ejemplos:
 Como en andaluz se ha perdido la oposición fonológica castellana s-z no puede distinguirse léxicamente (a no ser por el contexto o la situación) entre casa y caza, ya que ambas palabras se pronuncian igual. De ahí que muchos andaluces se sirvan hoy casi exclusivamente del término cacería.
   Algo parecido ocurre en zonas yeístas donde la distinción entre pollo y poyo, por ejemplo, ha sido sustituida por la de pollo y poyete.

   Alguna vez nos hemos referido al complejo de inferioridad lingüístico de los andaluces. En efecto, hemos venido estando tan convencidos de que hablamos mal nuestra lengua que hemos llegado a creer que todos los usos peculiares de Castilla son mejores que los nuestros, incluso los que son manifiesta y reconocidamente peores.
   Así ha ocurrido, por poner un ejemplo bien notorio, con el leísmo y el laísmo.
   Recordemos que los usos espontáneos andaluces coinciden con los correctos y etimológicos:
-lo, en función de complemento directo masculino de persona o cosa: “lo encontré esta mañana” (el reloj o a mi hermano);
-la, en función de complemento directo femenino: “la vi por la calle”;
-le, en función de complemento indirecto masculino o femenino: “le di un libro” (a él o a ella).
  Ahora bien, conviene insistir en que el uso espontáneo de los hablantes andaluces es para ellos el guía más seguro para no cometer incorrecciones en el empleo de estos pronombres que no suele fallar nunca.

   Hemos repasado hasta aquí los rasgos característicos más generales del habla andaluza de cara, sobre todo, a la práctica  de una norma culta oral.
 Pero tenemos que añadir que el habla popular andaluza contrasta también con la castellana por su ritmo, su entonación, su expresividad, sus interjecciones y, en definitiva, por lo que solemos llamar el acento.
 Obsérvese, por ejemplo, el origen y la evolución fonética de una interjección típicamente andaluza, conservada también (y de ahí que podamos rastrear su procedencia) en sus grados intermedios de evolución: ¡Jesús! - ¡josú! - ¡osú! - ¡ozú! - ¡ojú!.

    Y para terminar, quisiera resumir estos aspectos del habla andaluza (todavía no bien estudiados y, en realidad, nada fáciles de estudiar o reducir a fórmulas) con este pasaje de “Historia de la lengua española” de R. Lapesa, las causas de lo que él llama “la fortuna del andaluz”:
 “Por una parte encarna una mentalidad y una actitud vital que lo hacen popular y contagioso: es el molde adecuado para el ingenio y la exageración, la burla fina y ligera, la expresividad incontenida. Pero su propagación se debió en parte esencial a haber llevado al extremo las tendencias internas del castellano sin respetar barreras, con vitalidad joven, destructora y creadora a la vez, con brío que hizo posible su asombrosa expansión atlántica”.

EL CASTELLANO
   Tras el desmoronamiento vertiginoso del reino visigodo y el subsiguiente sometimiento de la península al poder musulmán, no tardaron en surgir focos de resistencia cristiana en el norte. Pocos años después de la irrupción islámica en Hispania, se produjo el primer levantamiento cristiano, culminado en la batalla de Covadonga (722), que dio lugar a tres hechos históricos decisivos: el primer triunfo, con carácter definitivo, contra las tropas musulmanas; el primer acto del proceso de “conquista” del territorio perdido por los visigodos y la formación del primer reino cristiano. Hacia mediados del siglo VIII, con don Pelayo a la cabeza, ya existía un reino de Asturias suficientemente estabilizado. Este reino se fue construyendo mediante el reparto de su geografía en condados y territorios dependientes. Y en este punto surge la formación de un primer señorío de Castilla, que, mediado el siglo IX, se convertiría en condado, aún sin independencia, que alcanzaría de facto más adelante, con Fernán González (932).
   El esbozo de este panorama de la primera Castilla permite abordar el asunto que nos interesa: la formación del castellano como variedad lingüística.
   El primer condado castellano, hasta el siglo XI, contaba con una población escasa y dispersa, repartida por valles y montañas, dedicada a la agricultura menuda y al pastoreo, con las dificultades que todo ello supone para la comunicación. Tal distribución social y lingüística sin duda dificultaba la convergencia rápida y estable de usos lingüísticos en la pronunciación y en la gramática, aunque tuvo dos elementos de contrapunto: de un lado, el uso del latín eclesiástico; de otro, la cercanía a otras variedades romances, entre los que merece destacarse la astur- leonesa, utilizada en la corte del reino. De hecho, en el dominio social más elevado, tanto el leonés como el latín ocupaban un espacio que no estaba abierto a otras variedades. Por eso el castellano tuvo que formarse como una lengua popular, de campesinos y pastores.
   Las modalidades romances del siglo XI tenían una característica inherente a cualquier habla: la variación. Nadie habla igual en todas sus circunstancias comunicativas; nadie pronuncia los sonidos de su lengua exactamente de la misma forma en todos los contextos; nadie construye sus mensajes recurriendo a las mismas alternativas sintácticas. Y esto es así porque la lengua es esencialmente variable. Y, si lo es cuando cuenta con modelos estables y ejemplares de uso, con referencias fijadas en normas explícitas o a través de la lengua escrita, ¡cómo no va a serlo cuando no existe un modelo de referencia, cuando no se dispone de una norma expresa, cuando no hay posibilidad de llevarla a la escritura y cuando se convive con hablantes de otras modalidades. Así era el romance del primer señorío y condado de Castilla: una variedad hablada por una población dispersa, aunque la geografía no fuera muy extensa; una variedad que no se escribía, que no contaba con modelos cultos de referencia y que se encontraba rodeada por otras variedades romances, como las asturianas, las leonesas y las navarro-riojanas, e incluso por otra lengua de familia diferente, como el vasco. Por encima de todas ellas, sobrevolaba, como variedad más culta, un latín muy vulgarizado, que era patrimonio exclusivo de los clérigos y de unos pocos escribanos que moraban en torno a los centros de poder.
   La hipótesis de que los rasgos diferenciadores son fruto de la personalidad de un pueblo acostumbrado a vivir en la lucha de frontera y formado por una masa inculta de pequeños campesinos y ganaderos libres, no es incompatible con un espíritu de espacio franco, encuentro de diferentes modalidades, desarrollado conforme la conquista militar se extendía hacia el sur. En un entorno social inestable, la lengua ofrece más fácilmente cambios tanto desde arriba, desde los grupos de poder (condes, señores, aristocracia religiosa), como desde abajo.
   En conclusión, la historia de la sencilla e inculta gente castellana atesora algunas maravillas que corresponden a su lengua: la maravilla de haber surgido sin solución de continuidad desde el latín, la maravilla de emerger entre las variedades de dominios más poderosos o la maravilla de hacer propios rasgos de una lengua tan distante, lingüísticamente, como el vasco.

   El árabe es el segundo elemento constitutivo del español, tras el latín, hasta el siglo XVI. El número de arabismos en español se ha elevado a 4.000, teniendo en cuenta derivados y topónimos, pero el diccionario académico incluye unos 1.300.                        Durante el periodo de la esplendorosa al-Ándalus, convivieron en las grandes ciudades, especialmente Córdoba y Sevilla, las tres culturas del Libro –musulmanes,  judíos y cristianos-, produciendo una enriquecedora simbiosis cuyos máximos exponentes intelectuales fueron Averroes  y Maimónides, y que facilitó las transferencias lingüísticas.
   Como muestras más relevantes merecen destacarse la palabra y el concepto matemático de cero, el uso de la X con el valor de incógnita, la palabra cifra y, por supuesto, la numeración arábiga, hoy universal. Son sencillamente maravillosos los resultados derivados de los contactos lingüísticos y culturales; en realidad, gracias a ellos la humanidad ha progresado enormemente a lo largo de la historia.
   La convivencia de cristianos, árabes y judíos en Toledo o en Sevilla granó frutos extraordinarios para la cultura hispánica y occidental. La comunidad judía fue transmisora de muchos conocimientos adquiridos desde sus primeros contactos con el mundo árabe y ello fue decisivo a la hora de traducir y divulgar los saberes de la época. Además su concurso era imprescindible en el campo de la medicina, del comercio, de la artesanía o de los tributos, actividades que practicaban en castellano.

   Conforme avanzaba la Edad Media, el tiempo jugaba a favor de la lengua castellana: las conquistas militares ampliaban su espacio geográfico; la población crecía paulatinamente; la cancillería real de Castilla y León aumentaba su corpus legislativo y administrativo en castellano; la vida urbana se hacía progresivamente más dinámica;  la escritura en castellano iba sumando títulos y autores a su elenco. Todo, en fin, favorecía el crecimiento social y lingüístico del castellano: geografía, demografía, economía, política, religión, cultura.
   El año 1248 fue una de las fechas señaladas para el desarrollo de la lengua castellana porque fue entonces cuando llegó para quedarse a la ciudad de Sevilla, la gran urbe sureña de las tres culturas, la heredera de la antigua gloria cordobesa, ahora revestida de la protección de la corona de Castilla. A Andalucía llegaron pobladores de todas las regiones peninsulares, con sus diferentes lenguas y variedades, y el resultado no podía ser otro que una nueva nivelación, una síntesis aún más amplia capaz de atemperar las tendencias lingüísticas más dispares para acrisolarlas en una modalidad con innovaciones, préstamos y simplificaciones, consecuencias naturales del contacto lingüístico. Así nacieron las hablas andaluzas, que permitieron simplificar el sistema consonántico castellano y generalizar el uso del seseo y del yeísmo, porque la lengua podía seguir siendo castellana sin la z ni la ll.

La mayor maravilla de las lenguas es su capacidad para mantener el equilibrio entre la tendencia a la divergencia de sus manifestaciones y la fuerza de su coherencia interna. En el caso de la lengua española, resulta asombroso que las hablas de la vieja Castilla norteña sean reconocibles hasta hoy y que las antiguas hablas andaluzas compartan aún componentes esenciales con la Andalucía contemporánea y con todos los lugares a los que alcanzó la influencia de su gente.

En un plano lingüístico, la recuperación rigurosa de la gramática latina clásica, así como su correcta enseñanza, fue fundamental. En ello sirvió de guía el trabajo filológico del italiano Lorenzo Valla y por ello tuvieron tanto éxito la “Introductiones Latinae” de Antonio de Nebrija, publicadas en 1481 y reeditadas de forma ininterrumpida hasta 1598. Y, una vez establecido el modelo de la lengua de referencia, había que trasladarlo a lengua vulgar. En ello se empeñó Nebrija al redactar diversos diccionarios bilingües (latín-castellano-latín), pero singularmente al publicar la “Grammatica Antonii Nebrissensis”, más conocida como Gramática de la lengua castellana (1492). Probablemente, el interés último de Nebrija no estuvo en el trabajo filológico, aunque también publicara una ortografía castellana, sino en la construcción final de una obra enciclopédica capaz de reunir la suma del saber humanístico. Sin embargo, en el empeño acabó publicando la primera gramática de una lengua romance, lo que situaba el estudio del español muy por delante del de otras lenguas europeas de la época.
   En la localidad sevillana de Lebrija nació Antonio Martínez de Cala y Xarava (1444-1522), uno de los más conspicuos representantes del humanismo español. Estudió en la Universidad de Salamanca y con 19 años se trasladó a Italia, al famoso Real Colegio de España en Bolonia, donde estudió Teología. Cambió su nombre por el de Antonio de Nebrija, a su vuelta de Italia. Dio clases de Gramática y Retórica en la Universidad de Salamanca. Su bibliografía está jalonada por obras señeras en el estudio de las lenguas latina y española:  las “Introductiones latinae (1481), el “Diccionario latino-español” (1492) o el “Vocabulario español-latino” (1495), junto con la famosa “Gramática de la lengua castellana” (1492), todas ellas modelos imitados durante siglos para la descripción de estas y de otras lenguas del mundo.                                        Ahora bien, su altura de miras en cuanto al pensamiento no lo alejó sentimentalmente de su Andalucía natal. Así lo revela la adopción del nombre de su villa natal, Lebrija (debidamente latinizado), y así lo demuestra la conservación de su habla andaluza, que no solo se hizo patente en sus escritos, sino que probablemente conservó también en su expresión oral.

   CANDELA                                                                                                                        Las hablas andaluzas  comenzaron a dejar huella escrita de su existencia desde muy temprano. Estas hablas mostraban rasgos característicos en la pronunciación y en la gramática pero pronto adquirieron también señas de identidad léxicas. La palabra candela, por ejemplo, con el significado de lumbre, fuego, es una de las que se considera andalucismo en cuanto a su implantación geográfica.  Su origen viene de lejos, dado que aparece en el Cantar del mío Cid, en el Fuero Juzgo y en Juan Ruiz, pero su uso peninsular se conservó fundamentalmente en Andalucía. Candela fue uno de los vocablos que los andaluces portaron en la valija de su habla cuando se trasladaron a la América española.

EL ORIGEN DEL ANDALUZ
  El origen del andaluz hay que buscarlo en la lengua romance hablada en Al Andalus, llamado así por los geógrafos o historiadores árabes para designar a la península Ibérica bajo poder musulmán durante la Edad Media (711 – 1492).
   Al contrario que otras lenguas latinas, el andaluz jamás ha tenido un marco político adecuado, en el cual lograr su dignificación, normalización y oficialidad. La lengua como tal tiene infinidad de aspectos, los cuales van de los culturales a los económicos, pasando por los políticos.  La situación actual del andaluz, no es por lo tanto, el resultado de la evolución natural de las lenguas de la península Ibérica. Su desprecio, ridiculización, persecución y marginación, no se debe a causas lingüísticas, y sí prejuicios ideológicos, étnicos, políticos o nacionales y a intereses económicos y culturales.

   Se dice que el castellano comenzó en uno de los monasterios de San Millán de la Cogolla, La Rioja. Donde encontraron unas anotaciones, conocidas como Glosas Emilianenses. Pero en 1948 se descubrió que al final de unas poesías andaluzas en árabe, hay una parte en el idioma “vulgar” de los andaluces de entonces y del que se creía que no existía constancia escrita. Esas poesías son del siglo VIII. Cientos de años antes de la primera referencia del castellano escrito.
   La aljamía, nombre que le dan los gobernantes musulmanes a la lengua que hablaba el pueblo andaluz, y que significa “lengua no árabe”, es una lengua romance derivada del latín. Es la lengua de nuestros antepasados, que aún hoy, y sin que lo sepamos, impregna nuestra cultura.  En las propias Glosas de San Millán de la Cogolla, consideradas como los primeros textos donde se escriben párrafos completos en castellano, aparecen términos aljamiados con raspaduras de haber eliminado multitud de anotaciones en árabe, aunque algunas se les han escapado.

   Después de 800 años de dominio musulmán en el que la lengua culta es el latín y el árabe, la aljamía sigue siendo la lengua que utilizan todos los andaluces, desde el campesino hasta el califa en sus conversaciones familiares e informales. La lengua es la creación colectiva y expresión verbal propia de todo un pueblo. Andalucía posee 3.000 años de historia; es decir nos avalan 3.000 años de historia, a España solo 500.

   El rey castellano Felipe II decretó en 1572 penas de muerte para aquellos que quisieran volver a sus tierras natales, y prohibiéndoles el uso de su lengua. Hoy, se conserva todavía en el léxico y la fonología andaluza y en el léxico castellano debido a las sucesivas incorporaciones de sus términos que los invasores efectuaron en las sucesivas etapas de la conquista de Andalucía.

   ¿Por qué nos avergonzamos tan a menudo de nuestra cultura, de nuestra forma de ser, de nuestra forma de entender la vida, de nuestra forma de hablar?  Quizás porque no sepamos, o no recordemos, que mientras toda Europa en plena Edad Media vivía bajo la sombra del feudalismo, en Al Andalus se hablaba de cultura, de arte, de arquitectura, de filosofía y de Aristóteles.

   Y respecto al habla, ¿realmente hablamos un castellano mal hablado? O es que lo que sucede es que no conocemos que un día tuvimos una lengua reconocida por la UNESCO como una de las dos lenguas desaparecidas de Europa, que fue prohibida bajo pena de azotes y galeras en la pragmática dictada por el rey Felipe II.

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