NUESTRO LENGUAJE
(Tertulia del 2/11/16.)
(Conchi Torres. Maestra especialista en lengua por la Universidad de Málaga).
Lenguaje es la capacidad que toda
persona tiene de comunicarse con las demás personas, mediante signos orales y
escritos. Se trata, pues, de una facultad humana.
El
lenguaje presenta manifestaciones distintas en las diversas comunidades que
existen en la Tierra; cada una de esas manifestaciones recibe el nombre de
lengua o idioma. Lenguas o idiomas son, por tanto, el español, el inglés, el
chino, etc. En España existen cuatro lenguas
o idiomas: el castellano (que, por ser la lengua oficial común a toda la
nación, se denomina también español), el catalán, el gallego y el vasco o
euskera, que son oficiales en sus respectivos territorios
Se hablan de
tres a cuatro mil lenguas en el mundo.
Las
lenguas se suelen agrupar en familias. Forman una familia todas aquellas
lenguas que están históricamente emparentadas, es decir, que derivan de una
misma lengua. Así, las lenguas de Europa (con exclusión de algunas como el
finlandés, el húngaro y el vasco) junto con muchas lenguas de la India y del
Pakistán, y el persa, derivan todas de un idioma desaparecido, el indoeuropeo,
y constituyen la familia indoeuropea.
Cuando,
dentro de una familia, dos o más lenguas muestran un mayor parentesco entre sí
que con las demás lenguas de la familia, forman una rama de aquella familia.
Así, el latín, que pertenecía a la familia indoeuropea, dio lugar, al
evolucionar diferentemente en distintos territorios, a las lenguas románicas,
romances o neolatinas: español, francés, italiano, rumano, portugués, catalán,
gallego, etc.
Considerada desde un punto de vista humano,
el de sus hablantes, toda manifestación colectiva del lenguaje, sea un idioma
extendidísimo, sea un mínimo dialecto, tiene derecho al máximo respeto. Sus
hablantes contemplan y ordenan el mundo a través de su modalidad lingüística,
que de este modo se identifica con su propio ser. No existe una manera de hablar que sea
superior; afirmarlo supondría pretender
que hay personas superiores a otras. Y
atentaría contra los derechos humanos imponer por la fuerza a una comunidad
otra lengua distinta a la que secularmente habla.
El término dialecto no designa un modo de
hablar de menor categoría que el de una lengua. Se trata de una noción genética
o histórica, que debemos emplear con suma propiedad.
Toda lengua es un dialecto respecto de
aquella de la cual procede. Así, el castellano, el gallego, el catalán, el
italiano, el francés, etc. Son dialectos
del latín. A su vez, el andaluz o el canario son dialectos del castellano. El
latín mismo era un dialecto del indoeuropeo.
El
andaluz y, en general, las hablas meridionales e hispanoamericanas son formas
dialectales modernas del español, del mismo modo que el castellano comenzó
siendo una forma dialectal del latín. Su origen es fundamentalmente
castellano-medieval (con algunos rasgos leoneses o aragoneses, según las
provincias), y esto por la sencilla razón de que el andaluz de hoy no es otra
cosa que una evolución in situ, de la lengua traída al valle del Guadalquivir y
a las provincias occidentales de Andalucía por los conquistadores y
colonizadores del siglo XIII, y su posterior extensión al antiguo reino de
Granada, repoblado mayoritariamente por andaluces de las provincias del oeste
en el siglo XV.
También
eran en su mayoría andaluces, los que, por estas mismas fechas de la conquista
y repoblación del reino de Granada, se
fueron estableciendo en las Antillas y en las primeras tierras descubiertas y
colonizadas del continente americano, lo explica, en parte, las similitudes y
coincidencias entre el andaluz y el español de América.
Los andaluces hablamos y escribimos en
español o lengua española. El andaluz o habla andaluza es la modalidad del
español que se practica (con sus propias variedades locales), en las ocho
provincias de Andalucía. No es, pues, una lengua o idioma distinto del que se
habla y escribe en Castilla, México o Venezuela. Se trata, en cada caso, de
variedades dialectales de un mismo idioma, más acusadas en el nivel popular y
familiar, pero asimismo existentes y legítimas en el nivel culto y normativo.
Como
sus rasgos más característicos y generales no sobrepasan, de ordinario, el
nivel fonético-fonológico, podemos decir que el andaluz es, sobre todo, un modo
de pronunciar nuestra común lengua española y americana. Expresado de otra
manera, y simplificando un poco: el andaluz se habla, pero no se escribe. Esto
no impide, claro está, que pueda transcribirse fonéticamente, con mayor o menor
precisión (según convenga), cuando sea
útil o necesario; por ejemplo a la hora de reproducir letras de cante flamenco
o de canciones populares andaluzas (imprescindible, sobre todo, en ambos casos,
porque el andaluz popular hace sinalefas donde el castellano no puede hacerlas,
y esto repercute en el cómputo silábico).
Los
andaluces pronunciamos el español a nuestro modo y lo escribimos con la
ortografía común a todos los países de lengua española.
El rasgo fonético-fonológico más
característico del habla andaluza que pasó al español de América es, sin duda,
el seseo. Hoy puede decirse que en toda América (así como en las Canarias) se
sesea, y que en la mayor parte de Andalucía se sesea o se cecea.
El
ceceo consiste en pronunciar con una especie de z tanto la s de casa como la c
de cielo y la z de zapato. Su opuesto, el seseo, consiste en pronunciar ese
mismo único fonema andaluz con s.
Históricamente, el seseo y el ceceo tienen
un mismo origen, aunque es probable que, desde el principio, el ceceo fuese
socialmente menos estimado, y de ahí que a las Canarias y a América pasara casi
exclusivamente el seseo.
En
Andalucía aparecen ambos en la época (algo posterior a la toma de Granada y al
descubrimiento de América) en que comienza a producirse la gran revolución
fonológica del español moderno, con una serie de cambios entre los que se
encuentra la reducción de cuatro de los seis fonemas sibilantes del castellano
medieval (s, ss, z, y Ç) a dos en Castilla (s y z) y a uno solo en Andalucía,
bien pronunciado con la variedad s (seseo), o bien con la variedad z (ceceo).
El
seseo y el ceceo gozan hoy de distinta estimación social, se debe sin duda, en
parte, a esa mayor extensión del seseo más allá de las costas andaluzas, y
quizá, por otro lado, al prestigio e influencia (históricos sobre todo) del
habla de Sevilla capital (seseante) y, como consecuencia de lo anterior, a la
adopción del seseo (en zonas ceceantes) por las capas económica y culturalmente
superiores.
Por
otra parte, para los andaluces de origen ceceante siempre resultará más fácil
adoptar el seseo que practicar la distinción s-z como en Castilla. En todo caso,
un resto o recuerdo de suave ceceo no suele resultar vulgar ni desagradable en
pronunciación genuinamente andaluza.
El
español de Andalucía y el español de América tienen en común, frente al español
hablado en Castilla, unos caracteres fonéticos y fonológicos que han ido
generando una especie de supranorma culta internacional caracterizada
fundamentalmente por: el seseo, el
yeísmo, la aspiración de la s final de sílaba, y la j suave o faríngea.
Con
tales características fonéticas, y sin complejo lingüístico alguno, se expresa
hoy un orador o un locutor de Caracas o La Habana. No siempre lo hace así, en
cambio, otro de Málaga o Sevilla.
A
este respecto, resulta paradójico que, mientras en toda España se admite ya sin
reticencias la norma culta fonético-fonológica de Venezuela o de Cuba, no
acabe, en cambio, de ser aceptada en ciertos niveles y medios de comunicación,
para usos no estrictamente folklóricos, la andaluza, de la que, como parece demostrado,
proceden aquéllas en gran parte.
Otros rasgos fonéticos o fonológicos del
habla andaluza más limitados social o geográficamente que los anteriores (y
menos extendido, en general, por Hispanoamérica) son:
1º Pérdida u
omisión de ciertas consonantes finales de palabras, como la d (Madrí, verdá),
la l o la r (omisiones estimadas como más vulgares) y suave relajación de casi
todas las que cierran sílaba. Es un rasgo característico de la lengua española
que alcanza su máxima intensidad en andaluz. Y es también el punto en que tal
vez resulta más difícil establecer límites socialmente objetivos entre lo
vulgar, lo popular y lo culto.
Así, se tiene generalmente por vulgar, la
omisión de la r final en infinitivos y otras palabras, pero es preciso reconocer
que se trata de un fenómeno muy arraigado en el andaluz popular y familiar.
2º Caída mucho más frecuente que en Castilla
de la d intervocálica: marío, deo, to, na,…
3º Rehilamiento, en zonas yeístas, de la y y
la ll. Consiste en pronunciarla haciendo zumbar suavemente la lengua, a la
manera de muchos argentinos y uruguayos.
4º Articulación fricativa de la ch, que la
hace igual o semejante a la sh inglesa.
Los cambios en el nivel fonológico del
andaluz han repercutido sin duda, en algunos casos, en el nivel
léxico-semántico.
Algunos ejemplos:
Como en andaluz se ha perdido la oposición
fonológica castellana s-z no puede distinguirse léxicamente (a no ser por el
contexto o la situación) entre casa y caza, ya que ambas palabras se pronuncian
igual. De ahí que muchos andaluces se sirvan hoy casi exclusivamente del
término cacería.
Algo
parecido ocurre en zonas yeístas donde la distinción entre pollo y poyo, por
ejemplo, ha sido sustituida por la de pollo y poyete.
Alguna vez nos hemos referido al complejo de
inferioridad lingüístico de los andaluces. En efecto, hemos venido estando tan
convencidos de que hablamos mal nuestra lengua que hemos llegado a creer que
todos los usos peculiares de Castilla son mejores que los nuestros, incluso los
que son manifiesta y reconocidamente peores.
Así ha
ocurrido, por poner un ejemplo bien notorio, con el leísmo y el laísmo.
Recordemos
que los usos espontáneos andaluces coinciden con los correctos y etimológicos:
-lo, en
función de complemento directo masculino de persona o cosa: “lo encontré esta
mañana” (el reloj o a mi hermano);
-la, en
función de complemento directo femenino: “la vi por la calle”;
-le, en
función de complemento indirecto masculino o femenino: “le di un libro” (a él o
a ella).
Ahora bien, conviene insistir en que el uso
espontáneo de los hablantes andaluces es para ellos el guía más seguro para no
cometer incorrecciones en el empleo de estos pronombres que no suele fallar
nunca.
Hemos
repasado hasta aquí los rasgos característicos más generales del habla andaluza
de cara, sobre todo, a la práctica de
una norma culta oral.
Pero tenemos que añadir que el habla popular
andaluza contrasta también con la castellana por su ritmo, su entonación, su
expresividad, sus interjecciones y, en definitiva, por lo que solemos llamar el
acento.
Obsérvese, por ejemplo, el origen y la
evolución fonética de una interjección típicamente andaluza, conservada también
(y de ahí que podamos rastrear su procedencia) en sus grados intermedios de
evolución: ¡Jesús! - ¡josú! - ¡osú! - ¡ozú! - ¡ojú!.
Y
para terminar, quisiera resumir estos aspectos del habla andaluza (todavía no
bien estudiados y, en realidad, nada fáciles de estudiar o reducir a fórmulas)
con este pasaje de “Historia de la lengua española” de R. Lapesa, las causas de
lo que él llama “la fortuna del andaluz”:
“Por una parte encarna una mentalidad y una
actitud vital que lo hacen popular y contagioso: es el molde adecuado para el
ingenio y la exageración, la burla fina y ligera, la expresividad incontenida.
Pero su propagación se debió en parte esencial a haber llevado al extremo las
tendencias internas del castellano sin respetar barreras, con vitalidad joven,
destructora y creadora a la vez, con brío que hizo posible su asombrosa expansión
atlántica”.
EL CASTELLANO
Tras el desmoronamiento vertiginoso del
reino visigodo y el subsiguiente sometimiento de la península al poder
musulmán, no tardaron en surgir focos de resistencia cristiana en el norte.
Pocos años después de la irrupción islámica en Hispania, se produjo el primer
levantamiento cristiano, culminado en la batalla de Covadonga (722), que dio
lugar a tres hechos históricos decisivos: el primer triunfo, con carácter
definitivo, contra las tropas musulmanas; el primer acto del proceso de
“conquista” del territorio perdido por los visigodos y la formación del primer
reino cristiano. Hacia mediados del siglo VIII, con don Pelayo a la cabeza, ya
existía un reino de Asturias suficientemente estabilizado. Este reino se fue construyendo
mediante el reparto de su geografía en condados y territorios dependientes. Y
en este punto surge la formación de un primer señorío de Castilla, que, mediado
el siglo IX, se convertiría en condado, aún sin independencia, que alcanzaría
de facto más adelante, con Fernán González (932).
El esbozo de este panorama de la primera
Castilla permite abordar el asunto que nos interesa: la formación del
castellano como variedad lingüística.
El primer condado castellano, hasta el siglo
XI, contaba con una población escasa y dispersa, repartida por valles y
montañas, dedicada a la agricultura menuda y al pastoreo, con las dificultades
que todo ello supone para la comunicación. Tal distribución social y
lingüística sin duda dificultaba la convergencia rápida y estable de usos
lingüísticos en la pronunciación y en la gramática, aunque tuvo dos elementos
de contrapunto: de un lado, el uso del latín eclesiástico; de otro, la cercanía
a otras variedades romances, entre los que merece destacarse la astur- leonesa,
utilizada en la corte del reino. De hecho, en el dominio social más elevado,
tanto el leonés como el latín ocupaban un espacio que no estaba abierto a otras
variedades. Por eso el castellano tuvo que formarse como una lengua popular, de
campesinos y pastores.
Las modalidades romances del siglo XI tenían
una característica inherente a cualquier habla: la variación. Nadie habla igual
en todas sus circunstancias comunicativas; nadie pronuncia los sonidos de su
lengua exactamente de la misma forma en todos los contextos; nadie construye
sus mensajes recurriendo a las mismas alternativas sintácticas. Y esto es así
porque la lengua es esencialmente variable. Y, si lo es cuando cuenta con
modelos estables y ejemplares de uso, con referencias fijadas en normas
explícitas o a través de la lengua escrita, ¡cómo no va a serlo cuando no
existe un modelo de referencia, cuando no se dispone de una norma expresa,
cuando no hay posibilidad de llevarla a la escritura y cuando se convive con
hablantes de otras modalidades. Así era el romance del primer señorío y condado
de Castilla: una variedad hablada por una población dispersa, aunque la
geografía no fuera muy extensa; una variedad que no se escribía, que no contaba
con modelos cultos de referencia y que se encontraba rodeada por otras
variedades romances, como las asturianas, las leonesas y las navarro-riojanas,
e incluso por otra lengua de familia diferente, como el vasco. Por encima de
todas ellas, sobrevolaba, como variedad más culta, un latín muy vulgarizado, que
era patrimonio exclusivo de los clérigos y de unos pocos escribanos que moraban
en torno a los centros de poder.
La hipótesis de que los rasgos
diferenciadores son fruto de la personalidad de un pueblo acostumbrado a vivir
en la lucha de frontera y formado por una masa inculta de pequeños campesinos y
ganaderos libres, no es incompatible con un espíritu de espacio franco,
encuentro de diferentes modalidades, desarrollado conforme la conquista militar
se extendía hacia el sur. En un entorno social inestable, la lengua ofrece más
fácilmente cambios tanto desde arriba, desde los grupos de poder (condes,
señores, aristocracia religiosa), como desde abajo.
En conclusión, la historia de la sencilla e
inculta gente castellana atesora algunas maravillas que corresponden a su
lengua: la maravilla de haber surgido sin solución de continuidad desde el
latín, la maravilla de emerger entre las variedades de dominios más poderosos o
la maravilla de hacer propios rasgos de una lengua tan distante,
lingüísticamente, como el vasco.
El árabe es el segundo elemento constitutivo
del español, tras el latín, hasta el siglo XVI. El número de arabismos en
español se ha elevado a 4.000, teniendo en cuenta derivados y topónimos, pero
el diccionario académico incluye unos 1.300. Durante el periodo de la esplendorosa al-Ándalus, convivieron en las
grandes ciudades, especialmente Córdoba y Sevilla, las tres culturas del Libro
–musulmanes, judíos y cristianos-,
produciendo una enriquecedora simbiosis cuyos máximos exponentes intelectuales
fueron Averroes y Maimónides, y que
facilitó las transferencias lingüísticas.
Como muestras más relevantes merecen
destacarse la palabra y el concepto matemático de cero, el uso de la X con el
valor de incógnita, la palabra cifra y, por supuesto, la numeración arábiga,
hoy universal. Son sencillamente maravillosos los resultados derivados de los
contactos lingüísticos y culturales; en realidad, gracias a ellos la humanidad
ha progresado enormemente a lo largo de la historia.
La convivencia de cristianos, árabes y
judíos en Toledo o en Sevilla granó frutos extraordinarios para la cultura
hispánica y occidental. La comunidad judía fue transmisora de muchos conocimientos
adquiridos desde sus primeros contactos con el mundo árabe y ello fue decisivo
a la hora de traducir y divulgar los saberes de la época. Además su concurso
era imprescindible en el campo de la medicina, del comercio, de la artesanía o
de los tributos, actividades que practicaban en castellano.
Conforme avanzaba la Edad Media, el tiempo
jugaba a favor de la lengua castellana: las conquistas militares ampliaban su
espacio geográfico; la población crecía paulatinamente; la cancillería real de
Castilla y León aumentaba su corpus legislativo y administrativo en castellano;
la vida urbana se hacía progresivamente más dinámica; la escritura en castellano iba sumando
títulos y autores a su elenco. Todo, en fin, favorecía el crecimiento social y
lingüístico del castellano: geografía, demografía, economía, política,
religión, cultura.
El año 1248 fue una de las fechas señaladas
para el desarrollo de la lengua castellana porque fue entonces cuando llegó
para quedarse a la ciudad de Sevilla, la gran urbe sureña de las tres culturas,
la heredera de la antigua gloria cordobesa, ahora revestida de la protección de
la corona de Castilla. A Andalucía llegaron pobladores de todas las regiones
peninsulares, con sus diferentes lenguas y variedades, y el resultado no podía
ser otro que una nueva nivelación, una síntesis aún más amplia capaz de
atemperar las tendencias lingüísticas más dispares para acrisolarlas en una
modalidad con innovaciones, préstamos y simplificaciones, consecuencias
naturales del contacto lingüístico. Así nacieron las hablas andaluzas, que
permitieron simplificar el sistema consonántico castellano y generalizar el uso
del seseo y del yeísmo, porque la lengua podía seguir siendo castellana sin la
z ni la ll.
La mayor
maravilla de las lenguas es su capacidad para mantener el equilibrio entre la
tendencia a la divergencia de sus manifestaciones y la fuerza de su coherencia
interna. En el caso de la lengua española, resulta asombroso que las hablas de
la vieja Castilla norteña sean reconocibles hasta hoy y que las antiguas hablas
andaluzas compartan aún componentes esenciales con la Andalucía contemporánea y
con todos los lugares a los que alcanzó la influencia de su gente.
En un plano
lingüístico, la recuperación rigurosa de la gramática latina clásica, así como
su correcta enseñanza, fue fundamental. En ello sirvió de guía el trabajo
filológico del italiano Lorenzo Valla y por ello tuvieron tanto éxito la
“Introductiones Latinae” de Antonio de Nebrija, publicadas en 1481 y reeditadas
de forma ininterrumpida hasta 1598. Y, una vez establecido el modelo de la
lengua de referencia, había que trasladarlo a lengua vulgar. En ello se empeñó
Nebrija al redactar diversos diccionarios bilingües (latín-castellano-latín),
pero singularmente al publicar la “Grammatica Antonii Nebrissensis”, más
conocida como Gramática de la lengua castellana (1492). Probablemente, el
interés último de Nebrija no estuvo en el trabajo filológico, aunque también
publicara una ortografía castellana, sino en la construcción final de una obra
enciclopédica capaz de reunir la suma del saber humanístico. Sin embargo, en el
empeño acabó publicando la primera gramática de una lengua romance, lo que
situaba el estudio del español muy por delante del de otras lenguas europeas de
la época.
En la localidad sevillana de Lebrija nació
Antonio Martínez de Cala y Xarava (1444-1522), uno de los más conspicuos
representantes del humanismo español. Estudió en la Universidad de Salamanca y
con 19 años se trasladó a Italia, al famoso Real Colegio de España en Bolonia,
donde estudió Teología. Cambió su nombre por el de Antonio de Nebrija, a su
vuelta de Italia. Dio clases de Gramática y Retórica en la Universidad de
Salamanca. Su bibliografía está jalonada por obras señeras en el estudio de las
lenguas latina y española: las
“Introductiones latinae (1481), el “Diccionario latino-español” (1492) o el
“Vocabulario español-latino” (1495), junto con la famosa “Gramática de la
lengua castellana” (1492), todas ellas modelos imitados durante siglos para la
descripción de estas y de otras lenguas del mundo. Ahora bien, su altura de miras en cuanto al pensamiento no lo alejó
sentimentalmente de su Andalucía natal. Así lo revela la adopción del nombre de
su villa natal, Lebrija (debidamente latinizado), y así lo demuestra la
conservación de su habla andaluza, que no solo se hizo patente en sus escritos,
sino que probablemente conservó también en su expresión oral.
CANDELA Las
hablas andaluzas comenzaron a dejar
huella escrita de su existencia desde muy temprano. Estas hablas mostraban
rasgos característicos en la pronunciación y en la gramática pero pronto
adquirieron también señas de identidad léxicas. La palabra candela, por
ejemplo, con el significado de lumbre, fuego, es una de las que se considera
andalucismo en cuanto a su implantación geográfica. Su origen viene de lejos, dado que aparece en
el Cantar del mío Cid, en el Fuero Juzgo y en Juan Ruiz, pero su uso peninsular
se conservó fundamentalmente en Andalucía. Candela fue uno de los vocablos que
los andaluces portaron en la valija de su habla cuando se trasladaron a la
América española.
EL ORIGEN DEL ANDALUZ
El origen del andaluz
hay que buscarlo en la lengua romance hablada en Al Andalus, llamado así por
los geógrafos o historiadores árabes para designar a la península Ibérica bajo
poder musulmán durante la Edad Media (711 – 1492).
Al contrario que otras lenguas latinas, el
andaluz jamás ha tenido un marco político adecuado, en el cual lograr su
dignificación, normalización y oficialidad. La lengua como tal tiene infinidad
de aspectos, los cuales van de los culturales a los económicos, pasando por los
políticos. La situación actual del
andaluz, no es por lo tanto, el resultado de la evolución natural de las
lenguas de la península Ibérica. Su desprecio, ridiculización, persecución y
marginación, no se debe a causas lingüísticas, y sí prejuicios ideológicos,
étnicos, políticos o nacionales y a intereses económicos y culturales.
Se dice que el castellano comenzó en uno de
los monasterios de San Millán de la Cogolla, La Rioja. Donde encontraron unas
anotaciones, conocidas como Glosas Emilianenses. Pero en 1948 se descubrió que
al final de unas poesías andaluzas en árabe, hay una parte en el idioma
“vulgar” de los andaluces de entonces y del que se creía que no existía
constancia escrita. Esas poesías son del siglo VIII. Cientos de años antes de
la primera referencia del castellano escrito.
La aljamía, nombre que le dan los gobernantes
musulmanes a la lengua que hablaba el pueblo andaluz, y que significa “lengua
no árabe”, es una lengua romance derivada del latín. Es la lengua de nuestros
antepasados, que aún hoy, y sin que lo sepamos, impregna nuestra cultura. En las propias Glosas de San Millán de la
Cogolla, consideradas como los primeros textos donde se escriben párrafos
completos en castellano, aparecen términos aljamiados con raspaduras de haber
eliminado multitud de anotaciones en árabe, aunque algunas se les han escapado.
Después de 800 años de dominio musulmán en
el que la lengua culta es el latín y el árabe, la aljamía sigue siendo la
lengua que utilizan todos los andaluces, desde el campesino hasta el califa en
sus conversaciones familiares e informales. La lengua es la creación colectiva
y expresión verbal propia de todo un pueblo. Andalucía posee 3.000 años de
historia; es decir nos avalan 3.000 años de historia, a España solo 500.
El rey castellano Felipe II decretó en 1572
penas de muerte para aquellos que quisieran volver a sus tierras natales, y
prohibiéndoles el uso de su lengua. Hoy, se conserva todavía en el léxico y la
fonología andaluza y en el léxico castellano debido a las sucesivas
incorporaciones de sus términos que los invasores efectuaron en las sucesivas
etapas de la conquista de Andalucía.
¿Por qué nos avergonzamos tan a menudo de
nuestra cultura, de nuestra forma de ser, de nuestra forma de entender la vida,
de nuestra forma de hablar? Quizás
porque no sepamos, o no recordemos, que mientras toda Europa en plena Edad
Media vivía bajo la sombra del feudalismo, en Al Andalus se hablaba de cultura,
de arte, de arquitectura, de filosofía y de Aristóteles.
Y respecto al habla, ¿realmente hablamos un
castellano mal hablado? O es que lo que sucede es que no conocemos que un día
tuvimos una lengua reconocida por la UNESCO como una de las dos lenguas
desaparecidas de Europa, que fue prohibida bajo pena de azotes y galeras en la
pragmática dictada por el rey Felipe II.
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