miércoles, 10 de junio de 2020

CALLE DE LA CABEZA

Ayudas a una desescalada: 10/06/2020



                                            CALLE DE LA CABEZA

En el siglo XVII en las Españas que por entonces eran muchas, reinaba un tal Felipe III…
Más de uno se preguntará a qué viene esto de hablar de tiempos tan pasados, teniendo como tenemos aquí y ahora un gran revuelo coronario y virulento, ese que los sabios han dado en llamar Cobid19.
La explicación es sencilla:
Cuando la cruda realidad apabulla, es saludable realizar pequeños paréntesis, regalarse algún que otro dispendio y, sin miedo a ser acusado de frívolo, buscar puntuales refugios en la ficción o en algo que se le parezca.
Cuando la saturación informativa acerca de la pandemia y sus consecuencias desdibuja la narrativa, un escribiente de auténticas o ficticias historias tiene poco o nada que decir que no se haya dicho del bichito y sus efectos colaterales. Por instinto prefiero subir —o bajar— (quien sabe) algunos peldaños de tragedia, recurriendo a un relato que desconozco si será o no auténtico, pero que para el caso pretendo sirva única y exclusivamente de entretenimiento.
En el siglo XVII en las Españas que por entonces eran muchas, reinaba un tal Felipe III. Su padre, también Felipe pero segundo, harto de seguir la estela de sus antecesores paseando la capitalidad del reino por diversos lugares patrios, decidió sentar cabeza nombrando Capital del Reino a la muy ilustre Villa de Madrid. Lo de los Borbones nos llegaría después, aunque también como no, con otro Felipe, el quinto.
El caso es que la Villa, bendecida por la generosa decisión del Rey, si no para todos —ni siquiera para la gran mayoría—, si sirvió a ilustres espabilados para amasar mayores o menores pero siempre fructíferas fortunas. Entre los segundos, quizás no siendo escrupuloso en exceso con los votos de humildad y sencillez que años atrás había asumido ante su santísimo, el Padre Silvestre, amarrando un servicio sacerdotal por aquí, una buena intermediación eclesiástico financiera por allí, más que bien y a su edad, disponiendo de unos buenos ahorros, tenía asegurada la tranquilidad que en los últimos años de estancia en este mundo da disponer de una buena situación financiera.
Siguiendo —eso sí, a su criterio— las bondades emanadas del buen cristiano, ayudaba a quienes le ayudaban, oraba por quienes por él intercedían. Fuera de ese ámbito, salvo para socorrer algún que otro sobrinillo de padre desconocido, poco se conoce de su altruismo hacia la vecindad. Desde sus primeros años de celibato, realizaba los oficios al amparo de la corte. Sin llegar a las más altas instancias, siempre fueron buenos y agradecidos sus servicios a las parentelas de los condes y duques de aquellos que alternaban ambientes palaciegos. Un buen consejo de confesionario, un discreto y puntual chismorreo derivado del secreto recibido o, cualquiera otra de las múltiples veleidades a que, con su sabia palabrería pudiera tener beneficio, sirvieron a nuestro prolijo D. Salvador para, como se ha mencionado, salvaguardar su futuro.
Residía nuestro cura en el populoso barrio de Avapiés (hoy más conocido por Lavapiés), en una holgada vivienda de dos plantas con hermoso patio y jardín trasero, dando la entrada principal a una céntrica calzada de la Villa, hoy conocida por «La Calle de la Cabeza». Y, realmente es aquí donde tuvieron lugar las causas que han motivado este relato. Sirva lo anterior para mejor discernir el lector lo que a continuación se expondrá.
  En la planta segunda, en un falso tabique tras una liviana alacena, disponía el anciano clérigo de un discreto y suficientemente amplio habitáculo donde almacenar y proteger el nada desdeñable caudal de maravedíes de plata y otras monedas al uso.
También, desde hacía años —al menos diez— D. Salvador tenía contratados los servicios de Rogelio Hernández. Hombre de mediana edad, soltero, parco y prudente en palabras, de buen apetito, de complexión fuerte y  dispuesto siempre a realizar cuantas tareas domésticas o de diversa índole y a su alcance, le fueran encomendadas. Fiel en su cometido, escasas fueron las ocasiones en que recibió algún reproche por parte del amo de la casa. Rogelio, haciendo abstracción de reducido salario recibido, tampoco tenía mayores motivos de queja. La armonía entre partes, al menos en apariencia, resultaba correcta.
Bien por un despiste, bien porque la edad no perdona y las facultades se pierden, hacía varios años —tres o cuatro al menos— que Rogelio era conocedor del lugar donde el anciano atesoraba sus riquezas. En ausencia de D. Salvador, en más de una ocasión y solo a modo de curiosidad, tras acceder al ya poco secreto lugar, arqueaba y calculaba la totalidad del dinero almacenado. Aun así, nunca, en ninguna ocasión se había tomado la licencia de sustraer una sola moneda, ni siquiera la de más baja cualificación. Así era hasta que…
Tres o cuatro años era tiempo suficiente para, como pequeña larva, como diminuto virus de lento y persistente trabajo, doblegar el sentido ético y moral del sirviente. El diablo hacía su trabajo.
Mil conjeturas circularon por su cabeza, mil variantes de cómo actuar con la mayor prudencia y con el mejor rédito. La decisión estaba tomada. La mejor, la más expeditiva.
Primero: Muerto el cura hacer desaparecer el cadáver. Diseccionaría el cuerpo del delito en razonables tamaños para, con discreción y buen hacer, en costales bien cerrados dejar que la corriente del Manzanares se encargara del resto. El último bulto sería el de la cabeza. En dos días con sus noches no quedaría rastro del delito; además, pasarían días antes de que cualquier inoportuno echara en falta la presencia de D. Salvador.
Segundo: Con todos los maravedíes y monedas varias, poner tierra de por medio. Portugal sería el destino. Allí nadie le conocía, nadie preguntaría ni el dónde, ni el cuándo, ni el porqué.

Pasaron los años, diez o doce, Rogelio Fernández establecido en Coímbra no tenía ningún reproche que hacer al estado de su nueva vida, tampoco ninguno a su comportamiento anterior. En cualquier caso, de eso hacía ya mucho tiempo y, como es bien sabido —o al menos eso se dice—, que este lo cura todo. Un día, convencido del milagro del paso del tiempo y de que nadie se acordaría del clérigo, y mucho menos aún de él, con discreción decidió regresar a Madrid. Se alojaría por unos meses en una vivienda en alquiler, en la misma calle aunque algo alejada de la antigua casa del cura  y, si el futuro se presentaba apacible —por qué no—, instalarse definitivamente. Al fin y al cabo, Coímbra estaba bien, pero donde estuviera el Madrid de siempre. Además, aunque mantenía el buen apetito, también se iba haciendo mayor.
Un día, visitando el Rastro, en un puesto de carnicería, una pequeña, sabrosa y aún fresca cabeza de cabrito llamó su atención. De inmediato la imaginó saliendo del horno, creyó incluso olfatear su aroma de recién asada. Dicho y hecho, acordado el precio y depositada en un morral de tela, el destino estaba decidido.
Tan fresca era la pieza del chivo que, cargada del hombro hacia la espalda, en su distracción no tomó conciencia del pequeño reguero de sangre que del animal iba dejando tras de sí.
Muy cerca ya del domicilio, a solicitud de dos alguaciles que por allí paseaban cumpliendo su cometido, Rogelio fue requerido a aclarar la causa del tan poco habitual trazo.
—Nada que ocultar, señores alguaciles —respondió con una sonrisa y la tranquilidad de no haber cometido ninguna infracción. Razonó la causa del pequeño goteo, el dinero abonado así como el destino inmediato del deseado manjar. No viéndolos muy convencidos, y para evitar cualquier tipo de suspicacia de la autoridad, introduciendo la mano en el morral extrajo la cabeza de…
Nunca se ha sabido, nunca se sabrá, ni siquiera hay explicación posible para entender que lo que colgaba de la mano del delincuente Rogelio Fernández era la cabeza fresca y recién seccionada del Padre Silvestre. Días más tarde sería ejecutado en la Plaza Mayor.
Luego, con el paso del tiempo, el saber popular dio en llamar a la calle de la Villa donde se habían producido los sucesos narrados «Calle de la Cabeza».
Continuaba el reinado de Felipe III

A 24 de mayo de 2020
Vladimir Merino Barrera
Escritor