"EL VIAJE A MÁLAGA ¿CÓMO NOS VEN DESDE FUERA?"
Jesús Majada Neila. Dr. en Filosofía y letras. Aforo: 32 asistentes.
Viajar
La sola
palabra viaje despierta
por sí misma un buen número de sensaciones. Especialmente en la infancia y
juventud, crea en la persona unas expectativas de novedad que difícilmente pueden encontrarse en la mera escucha de
otros términos. Ello se debe a que
cualquier viaje, hasta el más simple,
supone un trastorno, un desarreglo, un desorden en la vida. Si el viaje es a
tierras lejanas, entonces las evocaciones que suscita tienen mucho mayor
alcance y a la palabra se asocian otros términos,
otros conceptos, que nos remiten por lo general a una idea de riesgo:
peregrinaciones, romerías, exploraciones u odiseas. Y llamo la
atención sobre este último término, “viaje largo en el cual abundan las aventuras y
sucesos extraños”, cuya etimología hace honor bien merecido a Odiseo, el viajero por
excelencia, pues en el que hizo de regreso a Ítaca se
concitaron aventuras, navegaciones, travesías y
naufragios.
Hay que
admitir que esto no siempre es así, pues en
las primeras etapas de nuestra prehistoria y en determinadas culturas de la
actualidad el viaje fue y es la forma de vida de algunas sociedades. Pero en
estos casos el viaje no es viaje, sino nomadismo. Y no es viaje porque al ser
la forma de vida habitual, pierde ese componente de riesgo que es una de sus
características esenciales.
Desde que el
hombre en su mayor parte se hizo sedentario, el viaje se convirtió en una experiencia excepcional, al tiempo que, paradójicamente, pasó
a formar parte
consustancial de su existencia. La prueba más evidente
de esta aseveración es que en todas las mitologías el viaje juega un papel especialmente
fundamental. No hay más que recordar el éxodo de los judíos, la hégira entre los
musulmanes, el viaje hasta Osiris de los antiguos egipcios o el viaje de la
reencarnación de Brahma en el hinduismo. En
la mitología greco–romana, la más rica y compleja de todas, están profundamente ligados a los viajes los mitos de
Orfeo y Eurídice, Ulises, Eneas, Hércules y sus
trabajos, Teseo y Ariadna, Ícaro, Faetón, Perseo y
la Medusa, y Jasón y los Argonautas, por no citar
más que algunos de los más conocidos. Finalmente, en la religión cristiana tiene un papel fundamental el viaje de
ida y vuelta –muerte y resurrección– de Cristo.
En este
caso, como en muchos otros, el viaje tiene un carácter
regenerador. El viajero, por obra y gracia del propio viaje y de las
incidencias que en él suceden se salva a sí mismo o se convierte en salvador de los demás. Viajes al mundo de los muertos como los de Dante,
Orfeo, Jesús, Irana, Ulises y Eneas tenían como finalidad la catarsis, el conocimiento
supremo o la iniciación en los ritos mistéricos, pero también el
regresar o resucitar (regenerarse, transformarse o metamorfosearse en un hombre
nuevo, distinto del común de los mortales, superior o
diferente) al mundo de los vivos.
El viaje se
convierte en decantador de la personalidad y el carácter de cada uno. Por eso no se puede iniciar un
viaje con cualquiera; por eso el viaje es una prueba extraordinaria para
descubrir las posibilidades de éxito en la
convivencia.
Por ello,
todas las peregrinaciones (la de la Meca, las de Tierra Santa, Santiago o Roma)
tienen esta finalidad purificadora de la que hablamos: son como el inicio de una
nueva vida. Téngase en cuenta que uno de los
cinco preceptos básicos del Islam es un viaje, el
de la Meca. Todavía hoy, el viaje a La Meca está rodeado, en el mundo musulmán, de un ritual y un significado desconocido en las
peregrinaciones religiosas occidentales: el peregrino, al iniciar al viaje,
invita a comer a todos los familiares y alle-gados para despedirse de ellos;
cuando regresa, vestido de blanco impecable (turbante, qandorah
y babuchas) todos salen a recibirle y, tras descansar, invita
durante la noche a una fiesta a cuantos creyentes, conocidos o desconocidos,
quieran asistir.
En nuestra
sociedad sigue existiendo este tipo de viajes (piénsese, por
ejemplo, en las peregrinaciones a Lourdes), pero ya han perdido su razón de ser como tales. Efectiva-mente, en la antigüedad el viaje en sí
mismo
significaba un ejercicio de purificación, que no
tiene hoy, por la comodidad y rapidez con que se efectúa. Antes, la meta era un premio a los esfuerzos del
camino; hoy, no.
Así pues, cualquier viaje, pero especialmente el iniciático, tiene la capacidad de remover la conciencia,
trastornar la monotonía y sacudir los principios.
Porque viajando juzgamos, analizamos, contrastamos y nos enriquecemos de
experiencia. Y puede decirse que al final de un viaje el viajero ha cambiado en
algo su apreciación de la realidad, que tal vez
haya modificado su carácter; a veces, incluso, hasta su
personalidad.
Pero el
viaje sólo es tal, cuando se viaja a lo
desconocido o, mejor, en busca de lo desconocido, aunque esto sea una paradoja,
pues no se busca lo que no se conoce. Así
lo entiende
Fernando Savater: “Irse realmente es ir a lo
desconocido, a lo temido, a lo inesperado, marchar hacia la zona mágica, tórrida, helada, en cuya ubicación fracasan todos los mapas y cuya descripción desafía a los geógrafos mejor informados.” Así pues, el auténtico viaje,
el viaje puro en su totalidad es el que se emprende sin un objetivo de lugar y
tiempo determinados, el que se inicia “a lo que
salga”, como el que emprendió Laurie Lee, cuando desde Inglaterra partió una mañana de verano de 1935: “Así pues, ¿a
dónde iría? Era tan sólo cuestión de
llegarme allí. ¿Francia?, ¿Italia? ¿Grecia? Nada sabía de ninguno
de ellos, no eran más que nombres con un sabor operístico. Tampoco sabía idiomas y,
por consiguiente, pensé que se me ofrecía llegar como un recién nacido
donde quiera que fuese. Entonces recordé
que en algún lugar había aprendido
una frase en espa-ñol para pedir un vaso de agua, y fue probablemente esta
rudimentaria línea de comuni-cación lo que me decidió
al fin. Resolví ir a España.” Lee llegó a España, la atravesó
a pie, pasó por Málaga y se instaló
por largo
tiempo en Castillo (Almuñécar).
Generalmente
en el viaje es más interesante, tiene más atractivo el propio camino con sus vivencias,
dificultades, vicisitudes y contrastes, que el llegar a la meta. Es razo-nable
pensar que en las peregrinaciones no sólo la fe
jugara un papel determinante, sino que otro tipo de experiencias también contaran en la mente del que se ponía a caminar. Piénsese, por ejemplo, que en las
andaluzas romerías del Rocío o la menos conocida de la Virgen de la Cabeza hay
muchas razones non sanctas que incitan a la gente a ponerse
en camino; y que, según el testimonio de muchos
romeros, lo mejor de toda la vivencia es “hacer el
camino”, incluso más todavía que (esto
no se dice o se dice en tono menor) la misma llegada al santuario.
Si todo
viaje no es más que un aprendizaje de vivir, el
viaje termina revelando al viajero su propio rostro, su propia identidad, su
propia figura. Por tanto, y en definitiva, el viaje no es una salida hacia el
exterior, sino un camino hacia lo íntimo, hacia
el centro, hacia uno mismo: es un ejercicio del Gnosce te ipsum.
Por ello, al
viaje se le ha concedido siempre una virtualidad de instrucción, educa-ción y formación de la personalidad, que difícilmente se encuentra en otras actividades. No sólo el saber popular es el predicador de esta idea: Andar para ver, y ver para saber o Más sabe quien
mucho anda que quien mucho vive; también los ambientes más
culti-vados participan de esta opinión:
“El andar
tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos”, escribía Cervantes.
Pero tal vez la manifestación más clara de
este componente educativo del viaje sea el denominado Grand Tour, viaje que
a través de Europa llevaban a cabo los jóvenes de la aristocracia inglesa como culminación de su formación.
Pero este
valor educativo del viaje no es un descubrimiento de la sociedad británica. Muchos siglos antes los árabes concedían esta
misma virtualidad al viaje científico, que
era considerado como la última etapa de la enseñanza, la
culminación del proceso de formación. Fue un fenómeno de
extraordinaria repercusión cultural, que no servía tan sólo para colmar un encomiable afán de saber, sino para establecer también sólidos vínculos de
acercamiento y parcial unificación entre las
diversas regiones del vasto mundo árabe
islámico.
El
intercambio intelectual propiciado por el viaje a otros centros de cultura
también fue costumbre en la universidad
renacentista. Recuérdese que humanistas como Pedro Mártir de Anglería, Lucio
Marineo Sículo o Nicolás Cleynaert enseñaron en Granada y Salamanca. En la actualidad,
también la Unión Europea, a través de su
programa Erasmus, ha
recuperado en su estrategia político–educativa aquel antiguo intercambio de pro-fesores y
alumnos como medio de estrechar lazos culturales entre los diferentes países.
Libros y viajes
Si las
virtualidades catártica y educativa, así como su imbricación con lo
religioso, no fueran elementos antropológicos
suficientes para demostrar la singular función que el
viaje ha tenido en la conformación de la
cultura de la humanidad, la literatura nos confir-mará que el viaje está
ligado íntimamente a la andadura vital y existencial del
hombre.
Muchos
viajeros de libros han viajado más y mejor
sin moverse de su sillón que otros viajeros reales al
Caribe o a las selvas africanas. Recordemos a Verne, Saint John Perse, Baroja,
Stevenson, o Borges. Salgari escribía:
“La idea de
escribir novelas de aven-turas me aferró
–es la
palabra adecuada– a guisa de consuelo y desahogo,
cuando por la grave fiebre contraída en las
florestas tropicales fui, a despecho mío, obligado
a la vida sedentaria.”
Efectivamente,
el viaje se constituye en pilar básico,
esencial, imprescindible en una gran parte de la creación narrativa. Sin ir más lejos,
pensemos en qué sería de nuestra infancia, en qué sería de nuestra vida sin Caperucita, Cenicienta, Los
cabritillos, Garban-cito, y muchos otros cuentos, que sólo tienen sentido por la presencia del viaje.
Pero si nos
acercamos a lo que podríamos llamar literatura de más altos vuelos, y sin abandonar el género del relato corto, no debemos olvidar que en una
de las obras maestras de la cuentística
universal, Las mil y una noches, hay una
serie de cuentos que llevan el título de Viajes de
Simbad el Marino. Y en otra famosa colección, Los cuentos de Canterbury, Goeffrey
Chaucer toma como excusa para hilvanar sus narraciones, el viaje de unos
peregrinos hasta la famosa abadía.
A medida que
la narrativa fue madurando y tomando cuerpo, distintos subgéneros novelescos tomaron el viaje como hilo
conductor de la acción. En primer lugar hemos de
señalar la llamada “novela bizantina”, aparecida
en la época helenística y vuelta a florecer en
nuestro Siglo de Oro. La trama es siempre muy parecida: dos jóvenes amantes sufren incontables “trabajos”
(navegaciones,
naufragios, luchas, raptos, desafíos,
cautiverios y fugas) mientras viajan por lejanos países, antes de poder coronar felizmente su amor. Otro
tanto podría decirse de las “novelas del ciclo artúrico”, relacionadas con el grupo anterior por la
abundancia de peripecias: el rey Arturo, el Grial, Lanzarote, Parsifal, y Merlín dan lugar a numerosas novelas con viajes de por
medio. Añadamos a todo ello las distintas versiones sobre las aventuras de
Tristán e Isolda.
Muy unidas a
las aventuras de los Caballeros de la Mesa Redonda está la “novela de caballería”: recordemos
los triunfantes viajes de Amadises, Esplandianes, Cifares, Lisuartes,
Palmerines y los menos venturosos de Don Quijote. En cambio, en la “novela picaresca” el protagonista es un antihéroe que no recorre el mundo en busca de aventuras,
sino por necesidad de procurarse el sustento. No obstante, aunque como medio de
subsis-tencia, el viaje sigue siendo la fuerza motriz del género.
En la “novela de aventuras”
juega un
papel capital el viaje, de tal manera que no se concibe aquélla sin éste. Estas novelas se desarrollan
en uno de estos dos emplazamientos: la selva o el mar; la expedición o la embarcación hacia el
territorio apartado, desconocido y extraño dan pie a la aventura. Hagamos un
viaje por nuestras lecturas juveniles y nos encontraremos con Salgari, que nos
condujo hasta la diosa Kali, hasta Sandokán, hasta los
Mares de Sur; a Jim Hawkins embarcado en la Hispaniola rumbo
a La isla del tesoro; a
Gulliver, gigantesco en Liliput y enano en Brobdingnag; a Samuel Fergusson en Cinco semanas en
globo, a Otto
Lidenbrock en Viaje al centro de la tierra, a Los hijos del ca-pitán Grant en dirección a la Patagonia, al capitán Nemo en Veinte mil leguas
de viaje submarino, a Phileas Fogg y Juan Picaporte dando La vuelta al mundo en ochenta días, y a Miguel Strogoff atravesando
las estepas desde Moscú a Irkutsk...; a Joseph Conrad y
su Lord Jim; al capitán Ahab luchando con Mobby–Dick; al perro Buck siguiendo La llamada de la selva...
Otro subgénero esencialmente ligado al viaje es la “novela del oeste”, que proliferó extraordinariamente hace unas décadas y hoy se encuentra en decadencia, con obras de
muy distinta calidad literaria, pero con unos elementos estructurales
induscutiblemente “viajeros”: el protagonista es, por excelencia, el forastero,
es decir, un viajero; el caballo, sobre el que cabalgan casi todos los
personajes, es el único vehículo válido para viajar por ciertas zonas del país; finalmente, el viaje mismo se constituye en
elemento nuclear, pues en casi todoas ellas existe una larga cabalgada, una
persecución de varios días, una travesía en
caravana, el descenso de un río o la
conducción de un rebaño de ganado.
También hemos de señalar otro tipo de novelas que goza de
inusitado auge en la actualidad: nos referimos a la “novela de ciencia–ficción.” Se trata de un género, que, a
pesar de su juventud, ya ha producido obras de sobresaliente categoría literaria, y del que cabe esperar otros frutos
numerosos y cualificados. En muchas de estas novelas la razón de la aventura es un viaje por rutas y espacios
extraños, comenzando con Viaje al centro de la tierra y De la Tierra a la Luna de Verne,
siguiendo con La incomparable aventura de un tal Hans
Pfall de Edgar Allan
Poe, Las crónicas marcianas de Ray
Bradbury o Huérfanos del
espacio, en la que Assimov nos conduce a través de rutas siderales en una nave tripulada por
gentes que han perdido la memoria.
Así pues, hemos
señalado siete géneros
novelescos que tienen el viaje como funda-mento. Añádanse otras muchas obras de
todas las literaturas, de todas las épocas, que no pueden encuadrarse
dentro de ellos, como La Odisea, La Eneida, El Abencerraje y la hermosa
Jarifa, Manon Lescaut, Viaje alrededor de mi cuarto, Tartarín de Tarascón, Las inquietudes de Shanti Andía, El viejo y el mar, El maravilloso viaje de Nils
Holgersson a través de Suecia, Tierra de hombres o La aventura equinoccial de Lope de
Aguirre, pero que tienen el viaje como eje de toda la
trama...
Tan
subyugantes llegan a ser estas aventuras lectoras que algunos, como Fernando
Savater, prefirieron el viaje literario al real: “Por mi
parte, decidí que no hay ningún ca-mino “externo” para llegar a la tierra descrita por los libros de
viajes, salvo los mismos libros [...] Por eso durante mucho tiempo viajé poco y leí
mucho. Pero
aún ahora, cuando no hago ascos a
ningún viaje y conozco no pocos sitios
exóticos, todavía no voy a ninguna parte sin llevar alguna obra
literaria sobre el lugar en cuestión, y muchas
veces lo que más me impresiona del sitio
visitado es lo que he leído sobre él por las noches en el hotel. Cuanto más he viajado literariamente por un paraje, tanto más me ilusiona conocerlo fí-sicamente...”
Pero la
mayoría de las personas prefieren el
viaje real al literario: es la vena aventurera que subyace en todo ser humano,
y se manifiesta más patentemente en la curiosidad
por descubrir, aunque sólo sea para uno mismo, mundos
nuevos. De entre estos viajeros, los hay que, tras el viaje, plasman sus
vivencias en las páginas de un libro, pues con
frecuencia no existe viaje completo si no hay un auditorio al que contar la
aventura. La mejor manera de contarlo es el libro de viajes. Si el viaje ha
sido una experiencia gratificante, incluso subyugante, hay viajeros que vuelven
y se quedan anclados en su país para
alimentar la morbosa nostalgia de lo vivido (caso de G. Borrow o R. Ford con
España; éste último se construyó una casa en Inglaterra de estilo nazarí); muy pocos son los que, como Gerald Brenan, quedan
varados a medio viaje para siempre.
En fin, el
hecho es que el libro de viajes –de
viaje real– supera al de
viaje fingido o creado por el novelista, pues el lector siente la aventura más posible, más al alcance
de la mano, porque sabe que la aventura narrada es real.
Entre estos
libros de viajes los hay verdaderamente subyugantes por las aventuras sufridas
y los países descritos. Destaquemos entre
los medievales los viajes de Marco Polo a China y los de Ibn Battuta por todo
el mundo conocido, sin olvidar los de los españoles
Benjamín de Tudela
hasta Bagdad (1169), Pero Tafur a Tierra Santa y Cen-troeuropa (1436) y el más extraordinario de todos, la Embajada
a Tamorlán, que llevó en 1404 a Ruy González del
Clavijo hasta Samarkanda. Estamos convecidos de que en cada país los mejores libros de viajes han aparecido en las
respectivas épocas de hegemonía política y colonial. El colonialismo británico produjo libros como Travels in Arabia
De-serte de Doughty, o Missionary Travels de
Livingstone.
La época dorada de los viajes españoles fue el siglo XVI
y su destino, América. Nunca ha sido valorada con
justicia el riesgo de la magna aventura exploradora de Amé-rica, ni siquiera en la actualidad. La poquedad de
propios y la malquerencia de ajenos ha ensombrecido y minimizado la más grande gesta de exploración de tierras
de toda la historia: en aquella empresa, con una escasez de medios que
sobrecoge a cualquiera, se navegaron los ríos más caudalosos de la tierra, se atravesaron
cordilleras entre las más agrestes del mundo, y se
descubrieron los más amplios territorios de selvas,
pampas, punas y maniguas.
Qué justeza y qué
clarividencia
la de Sebastián de Covarrubias: “Los que avéys leydo las
Corónicas de Indias, cosa que passó ayer, tan cierta y tan sabida, mirad cuántas cosas ay en su descubrimiento y en su
conquista, que excedan a cuanto han imaginado las plumas de los vanos
mentirosos que han escrito libros de cavallerías, pues éstas vendrá
tiempo que
las llamen fábulas y aun las tengan por tales
los que fueron poco aficionados a la nación española,
y para evitar este peligro, se avía de haber
defendido (prohibido) que ninguno las escribiera poéticamente en verso, sino conservarlas en la puereza
de la verdad con que están escritas, por hombres tan
graves y tan dignos de fe, sin atavío, afeyte ni
adorno ninguno.”
Efectivamente, qué trabajos tan aventureros, cuántas tierras exploradas, qué asom-bro en los ojos de quienes descubrían aquella naturaleza descomunal y qué presencia de ánimo ante
aquellos mundos ignotos. Recordemos las hermosas páginas de la Relación de Gaspar de
Carvajal contando la expedición de
Orellana Amazonas abajo; los intere-santísimos Naufragios y comentarios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca atravesando los Estados Unidos
desde el Atlántico al Pacífico, después de escapar
de los indios siux; los curiosos Viajes al Estrecho de
Magallanes de Pedro Sarmiento de Gamboa para parar los pies al
pirata Drake; las muy valiosas Cartas de relación de Hernán Cortés, en que nos cuenta cómo él mismo mandaba a sus soldados suspender la batalla
para admirar las ex-celencias de la ciudad de México; u
otras muchas extraordinarias narraciones de aquellos verídicos viajes. A diferencia de España, otros países han elevado a la categoría de épica su
descubrimiento y colonización de nuevas
tierras: piénsese, por ejemplo, la
magnifica-ción de la conquista del Oeste en
Estados Unidos, trescientos años después de la
aventura hispana en las Indias.
A partir del
XVII, paralela al declinar de la hegemonía española,
parece desaparecer también la vena creativa de sus
escritores–viajeros. Anotemos aquí, no obstante, la Expe-dición de
catalanes y aragoneses contra turcos y griegos (1623) de
Franciso de Moncada y los Viajes de Ali Bey el Abassí (1803–1806). Sin embargo, el siglo XIX va a convertirse
para España en la etapa más brillante de su literatura
viajera. No por su producción
lite-raria, sino porque, paralelo a la explosión del espíritu romántico, se manifestará
en toda Europa
un inusitado interés por España, que va a
convertirse en el destino preferido de los viajeros.
El viaje a
España
Hacía ya mucho tiempo que España había comenzado a ser objeto de consideración y estudio por parte de los europeos. El solo
nombre de España, más que el de ningún otro país, ha levantado –y levanta aún–
enconadas
aversiones o profundas simpatías.
Otros países (Francia, Inglaterra, Alemania, también Italia) atraen por sus obras de arte, su proyección cultural o el nivel de vida que han alcanzado.
Cuando los extranjeros discuten de España, sobre todo hablan de los españoles,
de su carácter. Ningún pueblo ha sido tan examinado
por propios y extraños: pensadores, políticos, literatos, artistas e
in-telectuales en general han indagado, expuesto, discutido y replicado una y
otra vez sobre el tema. Ganivet, Ortega, Unamuno, Blanco White, Machado, Larra,
León Felipe, Richard Ford, Hemingway,
Malraux o Brenan son sólo unos pocos entre los más conocidos. No existe “el tema de Francia”,
“el tema de
Suecia”, o “el tema de
Hungría”; en cambio, sí que se ha hablado, y mucho, sobre “el tema de España”, también sobre “las dos Espa-ñas.” Muchos extranjeros quisieron examinar de cerca y con
ojos propios nuestro país. Para ello emprendieron su Viaje por España o, como con más frecuencia
llamaban, su Viaje de España.
Los relatos
de viajeros pueden ser un buen índice para
rastrear la imagen que tene-mos en el exterior. En general, el viajero arrastra
un pesado bagaje de prejuicios sobre las tierras que visita; difícilmente es capaz de sacudírselo. Sólo si se es muy perspicaz y si la
estancia en el país se prolonga, la observación logra resultados más objetivos.
En consecuencia, las apreciaciones de los viajeros en ocasiones acertarán plenamente; pero en otras no harán más que abundar en el tópico o en el
prejuicio con que se viajó. No obstante, acertada o errónea, fiel o imaginada, real o supuesta, esa es la
imagen.
Cruzados y
peregrinos de Santiago vinieron durante la Edad Media a la península a luchar contra el “infiel” o a visitar al Apóstol, pero por entonces ni los
visitantes ni los mismos indígenas tenían en sus mentes la noción de España. Por otra parte, raras veces se paraban
a relatar los incidentes del camino.
Durante la época de los Reyes Católicos y
Carlos V los viajeros que llegan a nuestro país comienzan
ya a considerarlo como una entidad. Ya hablan de “España” y no de la Península Ibérica, Castilla, etc. Pero es bien entrado el siglo
XVI y durante el XVII cuando la imagen de España en el extranjero toma cuerpo.
La mayoría de las relaciones de viajes de
estos siglos tienen carácter político: embajadores, militares o
aristócratas visitan la corte de los
Austrias, que describen en todo su esplendor.
En 1659 el
general Antoine de Grammont “llegó hasta las
habitaciones del Rey, que le aguardaba en la audiencia en un gran salón engalanado con los más bellos
tapices de la corona. Estaba en el extremo, bajo un dosel bordado de oro y muy
gruesas perlas, sentado en una butaca, y la cola del dosel estaba cubierta por
el retrato de Carlos V a caballo, hecho por el Tiziano, tan al natural que se
creía que el hombre y el caballo
estaban vivos. A su izquierda se colocaron todos los grandes que acabo de
nombrar, y un poco más alejado de él un número
infinito de gentes de la mejor calidad...”
El
contrapunto a estas descripciones cortesanas viene dado por otro tipo de
viajero, normalmente británico, que mira a España con
prevención, cuando no con resentimiento.
La España que ve es la de Felipe II, el duque de Alba y la Contrarreforma: el
nido que da vida a las más puras esencias del papismo, la
intransigencia, la Inquisición y el
clericalismo. Al escocés W. Lithgow (1620) apenas le
quedaron de nuestro país otros recuerdos que “las crueles torturas de la Inquisición en Málaga”, en cuyas cárceles permaneció du-rante cinco meses acusado de
espionaje y herejía; una y otra vez se le requirió para que se convirtiera, pero siempre se negó.
Estos
tenebrosos perfiles se agrandan durante el siglo XVIII. Para cualquier viajero
ilustrado España es su antípoda:
oscurantismo, filosofía escolástica, autoritarismo y fana-tismo
son sus señas de identidad. El recuerdo de Felipe II, “el rey de los terrores”
y la visita
al Escorial, edificio “construido gracias al poder
amenazador de la tiranía”, son inevitables, pero casi
todos los viajeros, lejos de dar rienda suelta a sus iras y rencores –como sería de esperar– quedan sorprendidos, si no perplejos, ante la
austeridad del paisaje, la uniformidad del edificio y la sobriedad de las
habitaciones del rey: “El emplaza-miento elegido por
Felipe II en este lugar árido y escarpado pinta bien el
carácter sombrío y adusto que la historia
atribuye a este príncipe.” Así pues, a
finales del XVIII ya se habían dibujado
en Europa algunos de los caracteres de lo español: intransigencia, auto-cracia
y oscurantismo.
Sin embargo,
en el siglo XIX se produce un vuelco total en la valoración: parece como si los europeos cayeran en la cuenta
de que también hay españoles buenos. Se
ol-vidan, desaparecen quizá, de la
mente extranjera nuestros defectos, y nace un nuevo con-cepto de España, el país romántico por excelencia: individualismo, indomabilidad,
bar-barie, primitivismo, dignidad, sobriedad y orgullo. Estas cualidades, que definen
el ca-rácter español, no son ni más ni menos que la quintaesencia del romanticismo
europeo. Gerald Brenan lo describe muy bien: “España
encuadraba en la imagen romántica mejor
que ningún otro país de Europa. En ella se encontraban inmensos y desérticos páramos y
sierras, evocadores de estampas de Siria y Turquía; la exótica vegetación de la
costa mediterránea contrastando tan enormemente
con la meseta; construcciones orientales como la Alhambra y la Mezquita;
iglesias y palacios desmoronados, dejados en ruinas por las tropas francesas y
nunca más restaurados, esparcidos
alrededor de las ciudades. Un aire general de apatía e indolencia sugería que el espíritu oriental se encontraba impregnado por todo el
país, y, para completar la imagen,
no sólo había altaneros mendigos envueltos en capas que recibían limosnas como por derecho propio, sino también caballerosos ban-didos, como por ejemplo José María, que trataba a sus víctimas con
verdadera cortesía.”
Las causas
de este brusco cambio de imagen son múltiples y
complejas. En primer lugar, la guerra de la Independencia: España aparece a los
ojos de Europa como el país que sin orden ni premeditación se levanta de forma espontánea contra
el todopoderoso invasor e inflige serias derrotas a los ejércitos de Napoleón. Además, numerosos militares franceses
e ingleses relatan sus experiencias peninsulares en libros de memorias que dan
a conocer España entre los extranjeros.
Por otra
parte, en ningún otro lugar como en España era tan fácil encontrar las exó-ticas
reminiscencias árabes que tanto gustaban a los
románticos. En un patio
semiaban-donado de Málaga Hans Cristian Andersen imaginó “que el cálido sol, como un velo mágico extendido sobre la casa y el jardín, adormecía todo y que cuando el velo se des-corriera
el encanto se rompería y chapotearía el agua de nuevo en la fuente de mármol, los árboles y las
flores volverían a renacer más frescos y
con más libertad que antes, y hombres y
mujeres árabes se despertarían del sueño de la muerte a reanudar vida y quehaceres.”
El clima era
otro interesante atractivo para los originarios de latitudes más septentrionales. Y no menos sugestivo resultaba el
carácter abierto y distendido de los
habitantes: “Sentadas las muchachas en los
balcones cantaban coplas que los novios acompaña-ban desde la calle y a cada
copla estallaban aplausos y risas inacabables. Otros grupos bailaban en las
esquinas la cachucha, el fandango y el jaleo. Zumbaban las guitarras como
abejas, crujían las castañuelas y todo era música y alegría. Parece
que el único negocio serio de los
españoles es la diversión y ningún pueblo tiene aspecto más feliz”, escribe Gautier a su entrada en Vélez–Málaga, una noche de 1840.
Finalmente,
el orgullo e hidalguía de todos los españoles (el aristócrata y el bando-lero, el torero y el campesino)
terminan de perfilar este cuadro ideal de la España román-tica. George Borrow, que en 1835 anduvo por los
pueblos de España vendiendo biblias protestantes, escribió: “Yo me río del fanatismo y de los prejuicios de España;
aborrezco la crueldad y ferocidad que han arrojado sobre su historia una mancha
de infamia indeleble; pero he de decir en pro de los españoles que ningún pueblo del mundo muestra en el trato social un
aprecio, ni comprende mejor el proceder que a un hombre le importa adoptar
respecto de sus semejantes. Ya he dicho que éste es uno
de los pocos países de Europa en donde no se mira
con desprecio la pobreza; añado ahora que es también uno de los pocos donde la riqueza no es ciegamente
idolatrada.”
Para muchos
europeos España se había convertido en el símbolo del romanticismo, la individualidad, la
dignidad y la libertad del hombre; España y lo español se ponen de moda en
Europa, y desde todos los países,
extranjeros sin cuento entran por Gibraltar o los Pirineos para cruzar de
extremo a extremo la Península. Sin embargo, para otros
siguió siendo el país de la incultura, la crueldad y la irracionalidad.
En consecuencia, cuando termina el XIX las dos Españas (la libertaria y la
inquisitorial) han quedado perfectamente definidas.
El viaje a
Andalucía
Sin embargo,
es necesario precisar que esta España que interesa a los europeos no es otra
que la Andalucía de los Cuentos
de W. Irving y la de la Carmen de
Merimée y Bizet: “Andalucía, de la que forman parte muchas de las más interesantes ciudades y algunos de los lugares más bellos de la Península, debe
ser objeto de preferencia para el viajero, y cada una de sus bellezas,
considerada particularmente, abarca una variada extensión de variadas perspectivas y objetos, y, por lo
tanto, como es accesible fácilmente,
puede ser visitada durante la mayor parte del año”, dice
Richard Ford, una de las personas que más perspicazmente
nos han examinado; recorrió a caballo
todo el país (no sólo
An-dalucía), y sobre
su Cosas de España escribió
Azorín: “No ha sido
escrito en el extranjero un libro más minucioso,
más exacto, más sagaz, más analizador sobre España; pero tampoco más acre, más tremendo (...) No protestemos. Yo creo que el
verdadero patriotismo debe desear estos libros.”
Los viajeros
en su viaje por España viven en un estado de continua e impaciente ansia, que sólo se ve colmada cuando avistan las tierras
andaluzas o viven de cerca con sus gentes. Cuenta Chateaubriand que, cuando los
Cien Mil Hijos de San Luis entraron en España, llegaron a la divisoria de
Sierra Morena y divisaron la campiña de Andalucía, el espectáculo les produjo tal efecto que, espontáneamente y sin orden previa, los bata-llones
presentaron armas.
Théophile Gautier describe así la visión que se le presentó tras cruzar Despeñaperros:
“Ante
nosotros se desplegaba, como en un inmenso panorama, el hermoso reino de
Andalucía. Esta vista poseía el aspecto y la grandeza del mar. Cadenas de
montañas, niveladas por la distancia, se desplegaban con ondulaciones de
infinita suavidad como largas olas de azur. Acá
y allá, vivos
rayos de sol teñían de oro alguna colina más cercana.
Todo lo inundaba un sol resplandeciente, como debió de ser el que alumbró
el paraíso terrenal.” Y Edmondo de Amicis no descansa
hasta “ver Andalucía, la tierra prometida de los viajeros, la fantástica Andalucía, cuyas
maravillas tanto había oído decantar en Italia y en España
a novelistas y poetas; aquella Andalucía por la
cual puedo decir que había emprendido el viaje.”
Es pues, en
el siglo XIX cuando se configura el perfil, se define la imagen y se enraízan las señas de identidad de lo que en el mundo se
conoce como Andalucía. Es más, en esta época Andalucía irradiaba tal refulgencia que, desde cualquier
perspectiva, ya externa ya interna, las demás regiones
españolas quedaban ensombrecidas y asimiladas a los rasgos definitorios de lo
andaluz: “Durante todo el siglo XIX, España
ha vivido so-metida a la influencia hegemónica de
Andalucía. Empieza aquella centuria con
las cortes de Cádiz; termina con el asesinato de
Cánovas del Castillo, malagueño, y
la exaltación de Silvela, no menos malagueño.
Las ideas dominantes son de acento andaluz. Se pinta An-dalucía –un terrado, unos tiestos, cielo azul–. Se lee a los escritores meridionales. Se habla a
toda hora de la ‘tierra de María Santísima’. El ladrón de Sierra
Morena y el contrabandista son héroes
nacionales. España entera siente justificada su existencia por el honor de
incluir en sus flancos el trozo andaluz del planeta”, escribe Ortega.
Si hay dos
nombres que en el XIX representen la idea de España y de Andalucía, éstos son, sin ninguna clase de dudas, Sevilla y
Granada. En el primer caso, la monumentalidad de la ciudad, la brillantez de su
historia y el indiscutible carácter de
capital de Andalucía que siempre acompaña a Sevilla
configuraron esa asociación. En el caso de Granada, era la
Alhambra el foco de atención que atraía con magnetismo ineludible al viajero que se dirigía a las tierras del sur: tanto, que un viaje a
Andalucía sin visitar la Alhambra no
alcanzaba la condición de tal o resultaba un viaje
frustrado.
Ronda, por
su parte, –pequeña, misteriosa, encantada– también ejercía un particular y definido atractivo.
No podía compararse con Granada y Sevilla, pero, “perdida entre las montañas”, se constituía en el
santuario romántico, en el lugar casi
inaccesible, reservado sólo para aquellos que se
arriesgaran a aventurarse por difíciles y
peligrosos caminos. Los testimonios de la impresión que la
ciudad causa en el viajero son muy numerosos. Marie Star dice: “Jamás mi alma se conmovió
tanto.” El botánico
Boissier escribe: “La soledad armonizaba bien con el
carácter romántico del paisaje.” Y Ford: “No hay más que una
Ronda en el mundo”.
El viaje a Málaga
Así pues, los tres lugares más emblemáticos del romanticismo español
son Sevilla, Granada y Ronda. En cambio, Málaga,
carente de monumentos y restos árabes
importan-tes, nada interesante parecía ofrecer.
Richard Ford escribió en su guía: “Málaga es una ciudad bella, pero puramente comercial;
un día bastará para verla”; la frase corrió
y corrió, y se convirtió
en tópico
repetido en los libros de viajes. Y sin embargo, la ciudad no dejaba de ser
incesantemente visitada. El extranjero que alcanzaba Granada tras atravesar la
Península no se resistía a llegarse hasta Málaga, el
Finisterre romántico en que sol y mar se fundían en luz; y quienes partían de Gibraltar, tomaban Málaga como campamento base desde donde acometer las últimas etapas antes de contemplar la Alhambra.
El viajero
se sentía a gusto, puesto que “cierto encanto que emana especialmente de las
costumbres de los habitantes, de la benignidad del clima, de la estación del año que se
disfruta, va dejando en el alma un profundo recuerdo, tan imperceptible que uno
no se da cuenta de esa atracción”. Y la
estancia programada para un día que sugería Richard Ford frecuentemente se prolongaba a una
semana, un mes, algunos años, toda una vida... Y paulatinamente Málaga fue convirtiéndose en
destino de vacaciones. Al principio, tera-péuticas y sólo para los pudientes; además Richard Ford, casi a renglón seguido de
la frase arriba mencionada, escribió
refiriéndose a Málaga otras líneas que
compensaron su primer juicio sobre la ciudad: “Andalucía resulta
admirablemente adecuada para nuestros jubilados; aquí se desconoce el invierno en nuestra heladora acepción.”
La percepción que tiene el forastero que llega a Málaga es que la ciudad ejerce un seductor sortilegio
del que difícilmente puede uno liberarse: “La ciudad de Málaga está bastante mal construida, sin ningún edificio digno de mención, pero
situada en medio de una tierra rica y productiva, y habitada por un
considerable número de gentes agradables de
diferentes países. La actividad de su comercio,
la abundancia de su producción y sus
alrededores atraen multitud de extranjeros, y se vive aquí mejor quizá
que en ningún otro lugar de España”, escribe
Laborde. Para la inglesa Elisabeth Herbert, “salvo por el
clima, Málaga es un lugar tan monótono y falto de interés como puede
bien imaginarse... Pero si Málaga es sosa
en cuanto a los monumentos, es muy agradable por el carácter amistoso y sociable de sus habitantes. En
ninguna parte el extranjero encuentra una amabilidad, hospitalidad o cortesía más sincera”.
La alegría de vivir
Pero había también otros
atractivos. Entendía el hombre romántico que la vida que se vivía en Europa no era vida, sino embrutecimiento o, en
el mejor de los casos, vegeta-ción. No podía considerarse vida la de las personas sujetas
siempre a unos estrictos hora-rios de trabajo. El clima frío y húmedo, que
obliga a permanecer en casa unido a las artificiales normas de las sociedades
del norte abocaban al individuo a llevar una existen-cia anodina y triste. Por
eso les seducía el alegre bullicio de las
ciudades del sur, la es-pontaneidad con que los españoles se disponían a cantar y bailar con cualquier excusa, la
facilidad para romper la lógica de los
horarios y el gusto por aprovechar la noche para el regocijo y la fiesta.
Es lo
primero que percibe el viajero nada más acercarse
a las poblaciones de Anda-lucía: ya lo
hemos dicho de Teófilo Gautier, la noche que llegó a Vélez.
Doré y Davillier inmediatamente quedaron subyugados: “Al entrar en la ciudad, el sentimiento de alegría que nos había inspirado
su aspecto se encontró plenamente justifi-cado: las
calles, aunque estrechas en general, están bien
aireadas; las casas, bajas, como en toda España, ornadas con balcones, pero en
los balcones, ¡qué encantadoras figuras! A nuestra
llegada a Málaga nos habíamos instalado en la Fonda de la Danza, un nombre en
completa armonía con el aspecto alegre y animado
de la ciudad, que nos chocó desde
nuestra llegada.”
También a Prosper Ménière lo que más le sorprendió fue el ambiente de la ciudad, con
sus estrechas calles llenas de multitud de gente que “habla vivamente y se agita: los habitantes de Málaga me parecieron más vivos que
todos los españoles que hasta entonces había
visto. Debo reseñar además las numerosas mujeres jóvenes de cimbreante porte y de ojos negros que
brillaban bajo la mantilla”.
Hans
Christian Andersen cuenta lo que veía desde el
balcón de su fonda: “Cayó la noche y la muchedumbre aumentó en la calle. Sentí
la necesidad
de bajar a la Alameda y unirme a la multitud para admirar a las hermosas
mujeres de ojos oscuros y brillantes. Todo el mundo parecía alegre, como si la vida sólo mostrase su lado agradable. El am-biente de
fiesta reinaba por doquier. Uno se sentía
rejuvenecer con el sol y la naturaleza exuberante del sur de España”.
Pero cuando
verdaderamente se percibía la alegría de vivir era entrada ya la noche. Era el momento
en que pululaban los pequeños grupos por toda la ciudad, y comenzaba la fiesta
y el jolgorio: “Todo lo que veía me mostraba un pueblo enamorado, que no vive más que para el placer. No temáis que tales gentes reprochen a Dios el haber
nacido. Al anochecer, cantares lejanos alegraban la oscuridad, y el gemido de
las guitarras subía de todas partes en esta ciudad
despierta para la diversión y aletargada para los negocios.
De tal modo la noche embellece estas tierras, que en el sur de España cada
noche es una fiesta” (Astholfe de Custine).
T. Roller,
un viajero francés, reflexiona sobre los orígenes de estas tradiciones en unas páginas que son un canto romántico a las costumbres de las gentes del sur: “Todo parecía desarrollarse en familia, entre
amigos. Los grupos se componían tanto de
padres, madres, niños y esposos, como de gente joven. Estas delicadas razas no
tienen en sus fiestas populares el aspecto embrutecido y a menudo animal de las
romas razas del norte. Estas amables gentes, negros hijos del sol, parecen
padecer una continua necesidad de movimiento, de conversación y de fiesta”.
Tipos
marginales: bandidos, contrabandistas, charranes, barateros…
Las malagueñas
Pero en Málaga no todo es fiesta y jolgorio. También hay rincones santos. Por ejemplo, la catedral. Allí nos vamos de la mano del sueco Robert von Kraemer: “Por supuesto no dejamos de ir a la catedral a… mirar a las malagueñas, con razón famosas por su belleza. Coquetonas muchachas,
vestidas de negro y con mantillas negras en la cabeza, se habían sentado como de costumbre en grupos sobre el
suelo de mármol, al pie de las grandes columnas
en que reposan los arcos de la catedral. Los abanicos resonaban y los ojos
relampagueaban. ¡Sin duda hay muchos pecados que
perdonar en esa iglesia!...”
El arquetipo
más acabado, convertido en
referente universal de esta clase de mujer, es precisamente una malagueña, de Ronda.
Prosper Mérimée construyó en su novela Carmen un personaje que se constituyó en prototipo de la mujer romántica (hermosa, seduc-tora, satánica, libre,
sensual y rebelde); luego Bizet convirtió
el tema en
una de las más excitantes, más populares óperas, en
que pasiones, música, texto e imágenes trasladan al espectador a un ambiente español,
pleno de sensaciones genuinamente románticas.
Al romántico la mujer angelical, casi etérea, le sirve de remanso en que desahogar sus penas,
pero el amor total sólo cree encontrarlo en la mujer
ardiente, peligrosa, tal vez traidora. Su relación con ésta la plantea como una lucha incierta, y los
riesgos que corre los asume como uno de sus alicientes más interesantes. El atractivo que el viajero román-tico siente por la mujer del sur es, en cierto
modo, morboso: sabe que en esta mujer existe una dimensión embaucadora, pues el hechizo, el sortilegio que
proyecta sobre sus aman-tes puede estar impregnado de engaño. Sin embargo,
prefiere dejarse atraer y abrir la puerta a la fatalidad.
Para los
extranjeros la cualidad más peculiar de las mujeres de Málaga es la belleza. Las malagueñas aparecen
incontestablemente como el prototipo de la mujer española: en belleza superan a
las de cualquier otro lugar. Una afirmación como ésta, tan rotunda y tan presumiblemente dogmática, inducirá
a algunos a
pensar que lo que digo no pasa de ser un gentil halago o una superficialidad chauvinista. Pero no,
no es así. Nos remitimos exclusivamente a
los testimonios de los viajeros: son tan abundantes y precisos, que, tras su
lectura, se comprenderá por qué me atrevo a hacer aseveraciones de tal alcance. Tal
vez se trate de un tópico; pero cuando tantas personas
coinciden en el mismo punto a lo largo de todo el XIX y bien entrado el XX, no
nos queda otro remedio que anotarlo y dar fe de ello:
“Las malagueñas son vivas, alegres y llenas de
gracia, lo que las hace las más
agra-dables de toda España” (A. Laborde). “La Alameda
es donde deben verse las guapas malagueñas, tan dignas
de su fama de belleza, que las hace destacar entre todas las españolas” (E. Boissier). “Cuando salimos ya era de noche, y
la Alameda estaba llena de mujeres, que, se dice, son las más hermosas de la Península”
(A.
Desbarrolles). “Hay que visitar Málaga, famosa por sus vinos y sus mujeres guapas” (Mijail Glinka). “Debo reseñar
además las
numerosas mujeres jóvenes de cimbreante porte y de
ojos negros que brillaban bajo la mantilla (Prosper Menière).
“En la
Alameda es donde puede admirarse la belleza de las malagueñas, celebrada en
toda España” (Ch. Davillier). “La fama de
las malagueñas no es infundada. Pocas ciudades tienen, como Málaga, la fortuna de poseer damas tan hermosas y en número tan grande”
(F. Varvaro). “Las malagueñas no tienen par en toda España por su ternura, gracia y
belleza: nadie, como ellas, sabe colocar en sus negros cabellos el rojo clavel
o la delicada rosa” (G. de Saint Victor). “Las malagueñas son ex-traordinariamente hermosas.
Tienen la reputación, muy merecida, de ser las
mujeres más hermosas de España” (M. Thomas).
Pero la
mejor descripción de las malagueñas es la que
hace el gran Rubén Darío, tras su estancia en 1919: “Y he de celebrar, ante todo y después de todo, el hechizo de la mujer malagueña,
indudablemente la primera en hermosura en todo el reino de belleza que es la
tierra de España. Hay que ver Málaga en un día como éste, con sus
calles y paseos, su Caleta y el Palo, su Alameda y su nuevo parque, animados de
maravillosas rosas vivientes, que van y vienen, sin coqueterías de países
más
parisienizados, pero todas carne floral y colores de vida, de salud y amor. Lo
mismo las malagueñas de la aristocra-cia que las de la clase media y las del
pueblo, llevan en sus rostros un poema de encanto natural y una atávica chispa encendedora de corazones que hacen
revivir en las más pro-saicas almas de este tiempo
práctico un enamorado son de guzla o
una declamación que valga por una kásida. La malagueña es sultana u odalisca. O impera
con la mirada, o halaga con la sonrisa... Hay ojos malagueños que son inmensos,
y en su inmensidad está todo el cielo y todo el mar y
todo el amor, junto con la inmensa voluptuosidad. Éste es un don particular de la
hembra de aquí, como saturada del perfume de la
ilusión moruna del mahometano paraíso. Son la anticipación de las huríes. Y como a sus abuelas les impuso el catolicismo
la devoción, hay en ellas una inquietante
mezcla de ángeles católicos y zoraidas sarracenas. Tienen el más provocador de los pudores...”
En suma,
este conjunto de elementos sutilmente románticos que
hemos anotado va conformando una imagen y una simpatía que cala profundamente en el viajero. Escribe uno:
“Esta rica y sonriente Málaga, con toda su belleza y fertilidad, con su sol y
brisa marina, con sus montañas y el Mediterráneo, es,
como los árabes acostumbraban a llamarla, un paraíso en la
tierra. A medida que el sol despuntaba sobre las altas colinas y arrojaba su
luz sobre el valle, aparecía una clara
tierra, demasiado hermosa para este mundo”.
El nombre de
Málaga no tiene ni el relumbrón ni el retumbo de otros lugares, pero su atractivo
discreto, callado, sereno y profundo deja en el espíritu un poso que invita a detenerse en el camino; en
muchas ocasiones a abandonar el viaje. Por otros sitios el viajero pasa,
contempla, admira y se va. Sospecho que pocas personas de las que han pasado
por Málaga no han soñado o al menos se
han planteado la posibilidad de establecer aquí
su
residencia. Muchos así lo hicieron y se han quedado.
Y los que no
pueden quedarse abandonan estas tierras con profundo pesar. Salir de Málaga, abandonar Andalucía, era retornar a una realidad olvidada, fría y oscura. Al via-jero Gautier la vuelta a la
realidad exterior -exterior al paraíso, se
entiende- le resulta primero amarga, y luego insufrible, cuando llega a
Francia: “Al pisar el suelo patrio
bro-taron de mis ojos lágrimas, no de placer, sino de
pesar. Las miradas suaves y húmedas, los
labios como claveles, los piececillos y las manitas, todo aquello se representó con tal viveza en mi espíritu, que me pareció
que aquella
Francia era para mí país de destierro. El ensueño había acabado”
(1840).
En 1830
Charles Rochfort Scott, un capitán
británico
destinado en Gibraltar que gustaba de recorrer la Serranía de Ronda a caballo, contó a unos
perplejos paisanos, mien-tras calentaba agua en una tetera, que existían “diligencias que se movían con
vapor.” Sospecho que no creyeron nada de
aquella historia, pero treinta y cinco años más tarde
llegaba a Málaga desde Córdoba la primera locomotora. La llegada del
ferrocarril trajo la ruina de las compañías de diligencias y el consiguiente
abandono de los caminos de herradura, que paulatinamente fueron descuidados. Y
pocos años más tarde, 1878, toda la economía malagueña también iba a
tambalearse como consecuencia de la aparición de la
filoxera en sus viñedos.
Sin embargo,
al ferrocarril se debe la revolución de las
comunicaciones, que tuvie-ron su eclosión
cien años más tarde. Él abrió
el rico filón de una mina que transformaría toda la costa de Málaga en uno
de los destinos turísticos preferidos. Las vías férreas aba-rataron considerablemente los viajes,
acortaron el tiempo que se había de
invertir en ellos y aumentaron la comodidad. Luego vinieron las carreteras
asfaltadas, las autovías y los vuelos charters. Una
ingente caterva de extranjeros llena ahora calles, pueblos y playas. El paisaje
cambió, y las formas de vida cambiaron.
También empezó
a operarse
un cambio en el viaje como experiencia vital. Muchas de las virtualidades que
al principio señalábamos como características singulares se extinguieron, y fueron tomando
cuerpo otras nuevas. Desaparecieron los viajeros y apare-cieron los turistas.
Entre unos y otros hay diferencias bien delimitables. El viajero se ponía en camino por una curiosidad general, sin saber
muchas veces qué buscaba y menos aún qué iba a
encontrarse; el turista se traslada por un interés y un
destino muy parciales y definidos. El viaje del viajero era abierto, sin una
programación precisa de lugar y tiempo de visita,
y expuesto a lo que pudiera saltar en cualquier recodo del camino, mientras que
el turista lleva predeterminado hasta los más
mínimos
detalles de horario, alojamiento e itinerario de su viaje. El viajero tomaba su
camino de manera individual, o acompañado de muy pocas personas; frente al
turista, que viaja en grupos colectivos y con personas desconocidas para él. El viaje suele obedecer a una necesidad vital (“tentar diferentes lugares para hurtar el cuerpo a
los fastidios de la vida”, que tan hermosamente decía Alonso de Ercilla), pero el turismo se ha
convertido en una necesidad social, pues cunde la idea de que quien no ha
salido de vacaciones no ha disfrutado de ellas. Cuando el viaje se hacía a pie, a caballo o en diligencia, el acercamiento
al paisaje, a las gentes y a sus formas de vida era una consecuencia casi intrínseca del propio viaje; por el contrario, el turista
vive su experiencia aislado en un hotel y apenas se relaciona con los indígenas, desinteresado casi por todo lo que le rodea.
En fin, todo el bagaje de curiosidad, riesgo y aventura que llevaba consigo el
viajero lo pierde el turista, que inicia su experiencia con un seguro de viaje,
que es el elemento más antiviajero que imaginarse
pueda.
Naturalmente,
este cambio no se operó de forma súbita, sino
que fue un proceso paulatino que, en lo referente a Andalucía, duró un siglo, desde la llegada del ferrocarril hasta ya
avanzada la segunda mitad del XX. En la actualidad, se ha convertido en un fenómeno plenamente consolidado.
Podemos
constatar, pues, que a lo largo de los últimos
doscientos años de una ma-nera o de otra Andalucía se ha
constituido en el referente viajero para la mayoría de los
europeos. Sin embargo, hay que señalar como fenómeno propio
de la modernidad la basculación de los
focos de interés viajeros, y Andalucía, que fue abanderada de los viajes, se ha
convertido en abanderada del turismo. El viajero–turista de
hoy centra su atención mayoritariamente en el sol y la
playa. Y si durante mucho tiempo el concepto de lo anda-luz en la mente de los
extranjeros se asociaba con Sevilla o con la Alhambra, cuando hoy un europeo
oye pronunciar la palabra Andalucía
inmediatamente se ve remitido a Málaga o a la
Costa del Sol.
A pesar de
ello, creemos que en el caso de Andalucía hay una
profunda relación entre el interés viajero del XIX y el atractivo turístico del XX. Efectivamente, el descu-brimiento del
sur alimentó la imaginación de los espíritus románticos, y el sólo nombre de
Andalucía suscitó una cascada de evocaciones y connotaciones que todavía hoy per-duran. La imagen del romanticismo andaluz
sigue viva. Así lo creía también Federico García Lorca y así
lo expresó en una carta a Manuel de Falla: “Málaga es maravillosa y ahora ya lo digo dogmáticamente. Para ser un buen andaluz hay que creer en
esta ciudad que se estiliza y desaparece ante el mar divino de nuestra sangre y
nuestra música. [...] Ayer dimos un paseo
en automóvil hasta Fuengirola... ¡Qué evocación de
bandoleros y contrabandistas! Creo que donde se agudiza más la Andalucía del siglo
diecinueve es en los montes rojos que, llenos de casas blancas y de campanillas
azules, vibran sobre este pedazo incomparable de mar.”
En resumen,
dos elementos configuran el interés actual por
estas tierras: el luminoso sol es el reclamo primero, el destello llamativo, el
espejismo cegador; pero es el carácter de los
habitantes –su cálida cercanía, su alegría de vivir–
lo que
cautivó, lo que sigue cautivando a los
forasteros que hasta aquí se llegan. Lo uno es válido para el turista; quien decide quedarse necesita
lo segundo, como confiesa Gerald Brenan: “Una breve visita
a Málaga me convenció de que aquel
era el lugar que yo buscaba. Granada –demasiado
casta y ateniense– con su acrópolis mora que parece como si estuviera hecha de
cartón y pudiera ser arrastrada una
noche por el viento. Sevilla –la ciudad
que rima con maravilla– la ciudad de lo típico, demasiado poseída y
exageradamente andaluza. Almería y Cádiz –demasiado puras, demasiado intensas–, con sus aires de ciudades de coral blanco surgidas
repentina-mente del fondo del mar. Córdoba
–la más castiza de
todas–, y sin embargo, demasiado cálida, demasiado terrena. Pero Málaga, Málaga era templada, amistosa, animada...”
Y la
conjunción de estos dos elementos ha
convertido este lugar, la Costa del Sol, en un espacio abierto, acogedor,
transigente y cosmopolita... En realidad, Málaga no hace
sino reafirmarse en su esencia, pues desde hace tres mil años esta ciudad viene
edificándose con las aportaciones de
cien culturas, y es punto de encuentro en que confluyen gentes de todas partes.
Por todo ello, hoy en el exterior el nombre de Andalucía va ligado al de Málaga; y que
en el alza del renombre y de la estima que ha experimentado Málaga ha jugado un papel tan importante la imagen romántica heredada del siglo anterior, como el
inagotable yacimiento de sol y playa con que se enriquece.
Tan
subyugador es este atractivo, tan grande el poder de alucinación de este sol, que Ortega y Gasset hubo de confesar
públicamente sus simpatías por la autocracia y recono-cer la condición espuria de sus convicciones liberales: “...yo también
fui emperador en el colegio que los jesuitas
mantienen en Miraflores del Palo, junto a Málaga.
¿Sabe el
lector?... Hay un lugar que el Mediterráneo halaga,
donde la tierra pierde su valor elemental, donde el agua desciende al menester
de esclava y convierte su líquida
amplitud en un espejo reverberante, que refleja lo único que allí
es real: la
luz. Saliendo de Málaga, si-guiendo la línea ondulante de la costa, se entra en el imperio de
la luz. Lector: yo he sido durante seis años emperador dentro de una gota de
luz, en un imperio más azul y esplendoroso que la
tierra de los mandarines. Desde aquel tiempo, claro está, mi vida significa una fatal decadencia, y mis
afanes democráticos acaso no sean otra cosa que
una manera de despecho.”