miércoles, 21 de diciembre de 2016

EDUCACIÓN  VERSUS  ADOCTRINAMIENTO
(Tertulia del 21/12/16).
Concepción Torres Leiva. Maestra especializada en la UMA.
                                                                                                                           
“¡Ave María Purísima!”      (Sin pecado concebida)
Al entrar en la clase se saludaba con el “Ave naria”, se entonaban cánticos religiosos y, al mediodía, se rezaba el “Ángelus”.
   Las clases estaban presididas por el Crucifijo flanqueado por los retratos  de Franco y José Antonio.
   Para los niños, por expresa disposición legal, todo debía recordarles la milicia; a las niñas, todo el ambiente les había de llevar a la femineidad más rotunda, con labores y enseñanzas apropiadas al hogar.
   El franquismo realizó el más poderoso intento adoctrinador  de toda nuestra historia. La razón es que la preocupación escolar del régimen era casi exclusivamente ideológica y política. La función más relevante que se asignaba a la escuela era contribuir a la dominación y a la reproducción social y política mediante el adoctrinamiento en los valores propios del conjunto de las fuerzas del bloque vencedor en la guerra civil. Los instrumentos: la enseñanza religiosa, donde la religión hay que entenderla militante y ultra católica; la patriótica, fascistoide y maniquea, de vagas ensoñaciones imperiales; y la cívica, sentimentaloide y ultraconservadora.           
   Tras haber depurado todo lo depurable (esto es, todo escrito- o persona- que tuviera “matiz socialista o comunista” o que hubiera seguido “el ideario perturbador de las mentes infantiles”, en las escuelas primarias, en los institutos, en las escuelas de magisterio y hasta en muchas cátedras universitarias se enseñaba con arreglo a esta aberrante ortodoxia metodológica, que expresada por boca de un entonces ilustre catedrático de la Universidad de Valencia, venía a decir: “El maestro ha de proceder de modo apriorístico, seleccionando hechos no solo en función de su valor histórico absoluto, sino de su valor para la formación en este sentido patriótico nacional que preconizamos. Ha de hacer resaltar de modo interesado los hechos que muestran los valores de la raza, silenciando otros que o no la ennoblecen o pueden ser interpretados torcidamente. Se trata de hacer españoles que sientan la historia y no de formar hombres que conozcan plenamente la historia”.                                                                 Nada de extraño tiene entonces que con esta imaginativa proclama de exacerbado maniqueísmo se consagraran “los métodos educativos de la España tradicional”: el rechazo absoluto de las “doctrinas pedagógicas del extranjero”, porque son, según decía el BOE, “hipócritas, extrañas, exóticas y despóticas”; otorgar destacadísimo lugar al sistema, “clásico en la tradición española”, de la repetición para “obtener la mayor fijeza y solidez en los conocimientos”, así como el método de las concentraciones y el de la concentricidad de la enseñanza religiosa… Así entre las actividades mensuales o dispersas a lo largo del curso, se realizaban los sacrificios por las intenciones del Papa, el Viacrucis, el mes de las flores, los ejercicios espirituales…
    Pero, afortunadamente, un pueblo menesteroso, aunque sea sometido y abrumado por tanta palabrería, sabe preservar su conciencia de las cosas por puro sentido común o por mero instinto de supervivencia ante la realidad.  Aunque aquellas proclamas constituían sin duda un importantísimo factor de ocultación y de falseamiento de la realidad social del país, y sobre todo, porque cortaron de raíz el acceso no ya al estudio, sino a la mera información sobre la existencia de otras ideologías, otras religiones, otras formas de vida, otras interpretaciones de nuestra historia…
    Pero estaba, además, todo el conjunto de sutiles mecanismos latentes que, con información aparentemente neutra, tejieron mensajes que por los canales de la repetición, de la costumbre o de la emoción, sí que producían los efectos deseados de conseguir la aceptación como naturales del autoritarismo, de la jerarquía, del militarismo; el refuerzo de la autoridad, del conformismo, de la sumisión; la valoración del líder indiscutido, del salvapatrias, del jefe; la aceptación de la familia patriarcal, de la sociedad desigualitaria, de la pobreza y de la miseria que generan; el refuerzo del machismo y de la cultura del porque lo digo yo; el desprecio de las actitudes pacifistas y universalistas; el alimento de actitudes racistas y xenófobas…     ¿Acaso nos hemos desprendido de ese lastre?

   Glorias Imperiales, la Nueva Emoción de España, Patria, El muchacho español …, para los chicos, y Guirnaldas de la Historia, Enciclopedia Elemental de la Sección Femenina, Fabiola…, para las niñas, componían la dieta intelectual diaria de los escolares. En estos libros se aprendía lo que un buen español, católico ferviente, tenía que amar u odiar, imitar o rechazar, condenar sin concesiones o exaltar con orgullo patriótico. La propuesta era, nada más y nada menos, formar al “caballero cristiano y español” y al “ama de casa recatada, sumisa, hacendosa y hogareña”.
   REFLEXIÓN    (Bernabé Tierno,  “Individualidad o domesticación)
   El término individuo sirve a los filósofos para referirse a cualquier ser en cuanto que se distingue de los demás seres. Todo ser real posee el carácter de lo irrepetible, de lo único, la multiplicidad de un individuo es una clara contradicción. Por ello la individualidad hay que concebirla como  singularidad, como aquello que diferencia a un ser de todos los demás, con su riqueza propia. La individualidad afecta primordialmente al individuo de la especie humana, pues no es ya sólo la posibilidad de diferenciación corporal que le ofrece su naturaleza física, sino las condiciones diferenciales que aporta su dimensión espiritual, su inteligencia y voluntad y su particular forma de interactuar con el entorno las que le hacen diferente de todos.                                                                             En virtud de su espíritu, no hay ningún instinto que le diga al individuo humano lo que tiene que hacer, ni tradición alguna que le marque el rumbo fijo de su conducta. Es su propia libertad la que le hace tejer, con sus opciones y decisiones, el proyecto de su vida.                                         
   De la misma estructura psíquica del ser humano, dotada de enorme plasticidad, se deriva su conducta imprevisible que enriquece aún más su irrepetible individualidad. Los psicólogos humanistas coinciden al observar que cuando dos personas realizan una misma acción, no hacen lo mismo porque sus motivos y propósitos pueden ser muy diferentes. “El hombre es siempre el mismo, pero nunca lo mismo” (Goethe).                                
   Respetar y aceptar a la persona es al mismo tiempo respetar y reconocer su individualidad y admirar la maravilla que encierra en sí, como ser humano irrepetible y único, ya que con la riqueza de su singularidad aporta a la existencia algo que sólo él puede dar  y llena en el mundo un vacío.  Cada uno de nosotros hemos nacido para cumplir una misión que a nadie podemos confiar y en esto consiste la vocación propia e intransferible que a toda persona le corresponde: Ser uno mismo, es decir,  realizar plenamente y de forma integral la propia individualidad.
   Es evidente que promover y desarrollar la originalidad de cada ser humano, respetar su vocación y su libre realización es un deber del individuo y de la sociedad. Sin embargo, determinadas líneas ideológicas (las que insisten demasiado en el colectivismo) y marcadas tendencias de la vida práctica (masificación, consumismo etc…) atentan contra la individualidad humana.
   En nuestros días asistimos al triste espectáculo que presenta  el individuo humano que despersonalizado y teledirigido se somete a la imitación servil y se oculta en la masa uniformada y en el espíritu rebañego y esclavizante que le empobrece y adocena. Al no acertar a ser él mismo, derrocha estúpidamente sus energías en tratar de ser como los demás y así termina por no saber ni quién es.  La fuerza del conformismo ideológico es enorme. Por desgracia, ya no es la fuerza de la razón la que define la verdad de las cosas, sino la presión del ambiente dirigido por unos pocos que domestican y moldean con facilidad las mentes, gustos y voluntades de la mayoría.
   La educación trata de formar al individuo desde su interior hacia el exterior y dando cierta libertad al desarrollo de su pensamiento. En otras palabras, se inculca al individuo unas capacidades que le permitirán convertirse en una persona autónoma y con capacidad de autodeterminación.
   En cambio adoctrinar es una realidad muy diferente, donde se forma al individuo desde el exterior (una doctrina en particular) hacia su interior. Dicho de otra forma, se inculcan unas ideas estáticas que no permiten el propio desarrollo de la persona que se encuentra encerrada entre las “paredes” de una ideología concreta.
   Las personas que han obtenido una buena educación, son capaces de tomar sus propias decisiones y de decidir aquellas ideas que más les convengan, tanto en política, grupos sociales, musicales, deportivos, etc.              Pero aquellas personas que han sufrido un adoctrinamiento en su etapa educativa, se convierte en un obstáculo preocupante en el desarrollo de su personalidad.
   Ninguna persona, a día de hoy, debería ser víctima del adoctrinamiento, ya que cualquier doctrina cierra puertas y quita libertad de elección, algo que es un derecho esencial de cada individuo.
   Por lo tanto, hacemos un llamamiento al decoro, a la decencia y honorabilidad de todo el personal que guarda relación con la educación de la sociedad, y más en especial de los niños. Desde el ministro de educación del gobierno, hasta el profesor de una clase reducida de personas tienen la responsabilidad de prevenir el adoctrinamiento y así reducir el número de víctimas del mismo.
   Por desgracia, a la hora de inculcar doctrinas, suelen tener como objetivo un fin concreto que surge, o bien de un particular, como es el caso de la Alemania Nazi con Hitler, de una religión, como es el caso de Estado Islámico, o de pensamiento, en cualquier ámbito que podamos imaginar.
   El alumno es el centro de la acción pedagógica destinada ahora predominantemente a satisfacer sus intereses, desarrollar su creatividad y espontaneidad, valores todos que hacen que el aprendizaje mismo deba adaptarse al ritmo específico y peculiar del desarrollo individual.  La educación escolar ha de estimular el desarrollo de la personalidad, animar al alumno a que se exteriorice, se muestre y se manifieste de forma original en aquello que supuestamente tiene de único.  La formación a través del sistema escolar de sujetos creativos, flexibles, comunicativos, empáticos y polivalentes, exige contar con muchos medios, así como la voluntad política de invertirlos en la escuela pública.
   Contar con equipos de profesores que trabajen e indaguen con autonomía y posean la autoridad de saber. No se trata de que las reformas se realicen desde las alturas, sino de abrir espacios de análisis y propuestas en los que tengan voz y voto todos los colectivos directamente implicados en la búsqueda de un sistema educativo más justo y más democrático.
   Y las veleidades derivadas de los cambios de gobierno no favorecen una política educativa de gran alcance que incluso ayudaría a encauzar la peligrosa deriva de unos nacionalismos alimentados por el adoctrinamiento. Por supuesto que también la estabilidad política y económica son imprescindibles para la creación de riqueza y empleo. El sinónimo de estabilidad no es el conservadurismo, de la misma manera que todo cambio no significa necesariamente progreso. Porque ni el cambio ni la estabilidad son valores absolutos.
   Algunos políticos actuales acomodan sus principios  y promesas a los últimos datos de las encuestas. Ni el cambio por el cambio es garantía de mejora y medio infalible para alcanzar el bien común, ni la estabilidad es un intocable dogma si no se pone al servicio del interés general y evita la enervante petrificación.
   Pero, en el actual panorama de inestabilidad política que estamos viviendo se ha formado un gobierno que carece de la necesaria cohesión y estabilidad para acometer los grandes retos, que en materia educativa y de política social y económica necesita la sociedad española. Y el futuro de nuestros hijos o nietos es demasiado importante para que nos dejemos llevar por el desánimo o la irreflexión. La tarea más importante que debe acometer España es que se considere, de una vez, que la Educación, con mayúscula y sin adoctrinamiento, poniendo a contribución todos los medios disponibles, públicos o privados, tiene una prioridad absoluta e ineludible.
   Se inaugura una legislatura (que veremos si llega a los cuatro años) que obligará a una gimnasia para la que los partidos están desentrenados. Dialogar, pactar, acordar, renunciar. Quizá sea el momento adecuado para extraer de esas debilidades la fortaleza de una gran ley de educación, compartida, eficaz y duradera.
   Uno de los grandes pactos de Estado que no ha logrado cuajar el régimen político español desde la promulgación de la Carta Magna es el educativo. Desde la Ley General de Educación de 1970, que rigió en los primeros años de democracia, a la LOMCE del ministro Wert, ha habido siete propuestas legislativas, algunas de las cuales ni siquiera llegó a entrar en vigor. Ninguna ha surtido un efecto positivo, más que nada, porque estaban inspiradas en el principio derogatorio de la anterior. La necesidad de conseguir un modelo con vocación de permanencia, que sea actualizado de tarde en tarde, cuando haya razones fundadas, se ha vuelto un imperativo desde hace tiempo, reclamado por todos pero nunca conseguido.
   La inversión en educación en España está por debajo de la media de los países desarrollados, por lo que habrá que contar con una revisión al alza de los presupuestos. Pero, sobre todo, hay que abrir una gran convocatoria que siente en la mesa de negociaciones a los partidos, los expertos y los representantes de la comunidad educativa para conseguir un acuerdo que, al mejorar la formación, tendrá una gran incidencia en el desarrollo y la prosperidad de este país.
   Se necesita un pacto por la educación ya, pero que sea sólido, contundente y eficaz; esto es algo que se viene insinuando desde hace tiempo y nadie se pone manos a la obra, porque se trata de una obra integral, desde los cimientos. Lo único que se ha hecho es poner parches y escurrir el bulto.
   Las programaciones no responden realmente a las necesidades educativas actuales de los alumnos ni del profesorado. Con más de treinta alumnos por clase de la más variada procedencia, formación e incluso con un deficiente dominio del español. Los profesores se tienen que ramificar y multiplicar para poder sobrellevar toda esta bendita diversidad que les sobrepasa porque es imposible atender toda esta pluralidad.
   El quid de la cuestión sería reducir drásticamente la ratio, para ello habría que invertir mucho más en contratar nuevos profesores y pedagogos que atiendan estas diferentes necesidades, de lo contrario no se puede avanzar. Especialmente porque en muchas ocasiones los padres no colaboran; algunos son sobreprotectores y otros ni se preocupan por las calificaciones de su hijo.  Padres que miman y aplauden todas las decisiones y actitudes de sus hijos , y algunos ven al profesor como el enemigo a batir que va a hacerle la vida imposible a su hijo, pues “le ha cogido manía”. Como si el profesor no tuviera otros menesteres en la cabeza como para tener que cogerle manía a su niño. Son padres que en vez de colaborar lo único que hacen es molestar y entorpecer el desarrollo de su hijo. Nunca se sabrá bien cuánto daño han hecho las familias en los colegios, y el problema no se solventa, sino que se agrava, cuando los políticos se disfrazan de pedagogos para adoctrinar.
   A los maestros se les agobia con un interminable y angustioso papeleo en el que se le da más importancia al cómo enseñar que al enseñar mismo. Y ahora les endosan la ardua tarea de reestructurar una serie de programaciones didácticas con nuevos términos y mensajes que podrían ser factibles en clases de quince alumnos, pero, como todo el mundo sabe, un maestro lo mismo vale para “un roto que para un descosío”, pues se supone que disponen del don de la ubicuidad, la infalibilidad y como no, incluso pueden multiplicarse por diez.
   Se necesita urgentemente un pacto de Estado por la Educación en la que se impliquen todas las instituciones: autonomías, diputaciones, ayuntamientos… Que sea duradero ( con un plan que abarque más allá del ciclo político del partido en el Gobierno) y por supuesto que esté libre de cualquier tufo político.
   Vamos camino de la octava ley educativa de España en democracia, siete normas han tratado sin éxito de poner orden en la regulación de la escuela, sometidas todas al sectarismo militante de los pedagogos de salón; de los irónicamente bautizados como “expertos”, casi siempre titulados con carné de partido que poco o casi nada han pisado las aulas. Y, claro con los ministros de cada turno rojo o azul dispuestos a ejercer su revanchismo ideológico a través de los libros de texto. Y así nos ha ido, así nos va.
     Que el debate se haya encasquillado en el método de control recuerda a los episodios anteriores, en los que se perdió el tiempo en sesudas discusiones sobre el papel de la religión en los colegios, como si no existiesen las parroquias. O, más recientemente, en los ordenadores en el aula, como si el soporte fuese más esencial que el contenido.
     Y en ese camino se fueron quedando los conocimientos, el pensamiento crítico, la comprensión oral y escrita; las destrezas básicas que los viejos maestros supieron enseñar lo mismo con un pizarrín de los años cincuenta que con la elemental metodología audiovisual de la década de los ochenta. Y también ha ido quedando hecha jirones la autoridad docente a manos de las ampas, en virtud de una supuesta democratización que acabó por enredar hasta su práctica desaparición el concepto de respeto. Y de convivencia.
     Dicen los partidos que esta vez sí. Que van a articular en sede parlamentaria un gran Pacto por la Educación del que emanará la futura ley. Cuesta concederles incluso el beneficio de la duda, la verdad.
     En Andalucía hubo hace no mucho algún iluminado en los despachos de la Consejería de Educación que quiso vender como transformador eso del lenguaje inclusivo, ya saben: niños y niñas, ciudadanos y ciudadanas, etc, hasta llegar al paroxismo de colocar la digital “@” como sinónimo de igualdad en el idioma.
     Al fin y al cabo se trata de educar, un verbo que deberíamos respetar. Al menos, para no revalidar tanta arroba de estupidez.

     Y hasta que no se escuche a los docentes y pedagogos verdaderos, y sólo a ellos, el problema de la educación no se solucionará.