domingo, 2 de mayo de 2021

EL MILAGRO DE CALANDA

                                              EL “MILAGRO” DE CALANDA

 

Lo inexplicado y lo inexplicable han constituido siempre un atractivo para el hombre, que ha confeccionado relatos para justificar lo injustificable, relatos que  formaron, en muchos casos, la médula de los núcleos religiosos, y que obligaron a reglar la creencia en los mismos, en franca competitividad entre ellos y los descubrimientos científicos. Se rechazaron así los elementos paganos y luego los hechiceros, quedando como difíciles de refutar los milagros para los que la Iglesia estableció protocolos muy estrictos a fin de que su falta de demostración natural dejara patente la existencia de ese algo sobrenatural y necesario, que la fe circunscribe a los dogmas revelados e incuestionables.

Uno de esos hechos inexplicables, sancionado como milagroso, a que voy a referirme, ocurrió en Calanda (Provincia de Teruel), la noche del día 29 de marzo de 1640 reinando en España Felipe IV. Siguiendo el relato del canónigo archivero-bibliotecario del Cabildo Metropolitano de Zaragoza D. Tomás Domingo Pérez (Teruel 1928-Zaragoza 2012),  hecho público en 1987, esa noche, entre las diez y media y las once horas, a Miguel Juan Pellicer Blasco, varón de 23 años de edad, le reapareció de nuevo su pierna derecha que le había sido amputada dos años antes en el Hospital de Gracia de Zaragoza “aserrándola cuatro dedos por debajo de la rodilla”, lo que le había asegurado el estatus de gran inválido manifiesto que evidenció durante los quince o veinte días que llevaba de regreso en su pueblo (Calanda), y anteriormente durante los dos años que pasó pidiendo según esta condición en las puertas de la Basílica del Pilar.

Ante el asombro y la admiración que despierta el hecho en los vecinos acuden el cura de Mazaleón, distante unos 50 kilómetros, acompañado del notario Miguel Andreu que levanta acta notarial del portentoso suceso el lunes santo, 2 de abril, a cinco días del “milagro” ocurrido el precedente jueves de la semana de pasión.

Para entender correctamente los hechos debemos de saber que Miguel Juan era el segundo de ocho hermanos (de los que solo sobrevivieron dos) de una modesta familia de labradores que no recibió más instrucción que la catequesis habida del párroco. A los dieciséis años se marcha a Castellón de la Plana en donde a finales de julio de 1637 sufre un accidente laboral en el que la rueda de un carro “cargado con cuatro cahíces de trigo” (unos dos mil quinientos kilos), le pasa por encima de la pierna derecha fracturándole la estructura ósea por lo que fue trasladado al Hospital Real de Valencia en donde ingresó el 3 de agosto. Pese a esta demora (hay 60 kilómetros entre Castellón y Valencia) la pierna no requeriría medidas urgentes porque solo estuvo ingresado cinco días y obtuvo permiso para marcharse al Hospital General de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza, embarcándose en un viaje de más de trescientos kilómetros y casi dos meses de duración, a donde llegó a primeros de Octubre de 1637, dos meses después del accidente.    

Según consta en la sentencia del Arzobispo de Zaragoza, D. Pedro Apaolaza Ramírez (Zaragoza 1567-1643), de 27 de abril de 1641 en la que se declara milagrosa la restitución súbita a Miguel Juan Pellicer de su pierna derecha amputada, la operación quirúrgica de aserramiento de la pierna fue llevada a cabo nada más llegar al hospital zaragozano por el Licenciado cirujano y catedrático Juan Estanga, auxiliado por los cirujanos Diego Millaruelo y Miguel Beltrán  y ayudado por el joven practicante Juan Lorenzo García que se encargó de enterrar la pierna en el cementerio del hospital haciendo un hoyo “como un palmo de hondo” (21 centímetros).

Este proceso sentenciador había durado casi un año y precisó de las declaraciones de 24 testigos distribuidos en los siguientes grupos: facultativos y sanitarios (incluye al cirujano y sus ayudantes), familiar y vecinal ( los padres, amigos y servicio), autoridades locales ( justicia jurados y notario de Calanda), eclesiástico (el vicario o párroco de Calanda mosén Jusepe Herrero, dos beneficiarios de la parroquia y un capellán del Hospital) y el mixto (otras seis personas), todos los cuales dieron fe de la veracidad de los hechos.

El “milagro” trascendió de inmediato a toda España y a toda la Europa cristiana inmersa en la guerra religiosa de los treinta años que esquilmaron los recursos económicos de los Austrias españoles, particularmente en Aragón en donde además, había que sumar las secuelas de la expulsión de los moriscos que supuso la pérdida del 16% del censo, el hundimiento de la agricultura y el aumento de la pobreza. Si bien el país gozó a pesar de todo de una edad de oro cultural (Velázquez, Quevedo, Góngora, etc.) no fue así en el terreno científico donde la medicina seguía la teoría de los cuatro humores y sus tratamientos apenas superaban la purga, la lavativa y la sangría. La influencia de la Iglesia de la mano de la superstición era inmensa y la hechicería y los falsos milagros constituían una auténtica epidemia donde la inquisición no daba abasto.

En este contexto el portentoso hecho de Calanda viene a ser un refuerzo del catolicismo contra los protestantes y una ayuda en la lucha competencial de la seo cesaraugustana con los fieles de la Virgen del Pilar a cuya mediación se atribuye el milagro y que en breve verá levantado su nuevo templo barroco que todavía contemplamos. El milagro fue bienvenido, aceptado y difundido por la iglesia y el estado, hasta el punto de comprometer al rey Felipe IV a besar la pierna recuperada.    

El milagro de Calanda contradice de tal manera las leyes naturales que nos obliga a revisar las premisas  básicas de la ciencia o a contemplar que los hechos no pudieron ocurrir de la forma que se relatan. En este orden de ideas el acta del notario Miguel Andreu manifiesta que la pierna restituida tenía las mismas señales y cicatrices que la pierna original, a saber las secuelas de la herida del accidente, la de un mal grano que padeció y las señales de la mordedura de un perro,  lo que supone una confesión palmaria de que la pierna era la original, que no había sido amputada, y que en principio se veía más atrófica que la izquierda y con los dedos como en garra, signos evidentes de su falta de utilización temporal, que se recuperó rápidamente de forma que al mes ya era normal.

Un análisis más detallado nos descubre que en ningún lugar de la farragosa sentencia se afirma que el cirujano amputara la pierna, lo hizo a través de sus ayudantes porque él no estaba presente, y por supuesto en ningún lugar se manifiesta que se buscara la pierna enterrada posiblemente por el convencimiento de que no podía encontrarse.

La historia de Miguel Juan Pellicer termina de manera desilusionante pues ni siquiera fue enterrado en la capilla a la Virgen del Pilar que se erigió sobre el solar de su casa, sino que murió al parecer en Velilla de Ebro en cuya parroquia consta con el calificativo de “pobre de Calanda” sin que pueda asegurarse  que se trate de la misma persona a la que muchos entusiastas han denominado como “el cojo de Calanda” pero que en justicia debiéramos identificar como “el pícaro de Calanda”.

 

                                                             Jesús Lobillo Ríos

                                       Presidente del Ateneo Libre de Benalmádena

                                                “benaltertulias.blogspot.com”