MANUEL ALCÁNTARA
Aunque se dejase más de media vida en los periódicos (“en
algún sitio hay que dejársela”, decía), aunque su resplandeciente montaña de
artículos de prensa ensombreciera su obra poética, Alcántara fue, sobre todo,
poeta.
En su columnismo y su personalidad estaba la
ironía, el no jugar a lo absoluto, saber que las cosas son relativas y
relativamente importantes. Creó un estilo personalísimo basado en juegos de
palabras socarrones que hacían digerible la actualidad.
Alcántara aparece libre de impostura en sus
poemas, nostálgico e irónico pero nunca moralista.
“Le gustaban pocas cosas: el alcohol y las
ventanas, el mar desde una colina, el mar dentro de la playa, el olor de los
jazmines, los libros de madrugada, el sol, el pan de los pueblos, Quevedo,
recordar África, las noches y los amigos, el verano y tus pestañas”.
Manuel Alcántara, poeta entre periódicos.
Concepción
Torres Leiva es Maestra
MANUEL ALCÁNTARA
Manuel Alcántara vivía frente al mar y nació
en calle Aguas, en el barrio de la Victoria. A menudo ha contado, apoyado en su
tremenda memoria y su saber contar, culto y ameno, medidos los tiempos, la
chispa salpicando entre frases como versos, la mano cerca del dry Martini, que
frente a su casa, en Lagunillas, se entrenaban unos boxeadores, y de niño, su
madre lo mandaba allí donde colgaban sacos de arena, para que no anduviese
trasteando en la casa. “Yo siempre digo que de boxeo y de croché de izquierda
entiendo más que de Góngora y Villamediana”. Contaba .
Se dejó la vida en los periódicos, y se dejó
la vida en la vida. Mirando y contándonos lo que veía. Asalto tras asalto, fue
contando puntos. Más de veinte mil artículos son muchos asaltos. El hígado –el
órgano más vulnerable para los boxeadores- le “salió bueno”, presumía Alcàntara. En la redacción del diario SUR queda un fax
absurdo y vacío, el último de una especie que estaba a punto de extinguirse y
que ahora ya lo ha hecho. Cada tarde, tras mecanografiar su columna a máquina,
enviaba un fax al periódico. El mar continúa, la vida, las palabras, incluso
las risas, pero Manuel Alcántara, el maestro, no nos descifrará la extrañeza
del mundo a golpe de verso y de sonrisa.
Manuel Alcántara comenzó a escribir en
“Marca”, casi siempre de boxeo. Sus crónicas pugilísticas son las de alguien que entiende de boxeo,
pero también son las de alguien que sabe sintetizar lo sórdido y la grandeza,
en imágenes grandiosas, adjetivos como los croché de izquierda de los que
reconoce entender más que de Góngora y Quevedo, aunque Góngora y sobre todo
Quevedo hayan estado siempre presentes en sus columnas. Cuatro años antes de
empezar en Marca, ganó el Premio Nacional de Literatura, en 1963, con su libro
de poemas “Ciudad del entonces”.
Manuel Alcántara ha tenido el privilegio de
poder dedicarse a algo que le gusta, hacerlo bien, ganarse la vida con ello y,
además ser profeta en su tierra. Decía que sentía cariño por “esa cadena
esclava de la columna diaria”, y que no sabía hacer otra cosa. Él ha sido el
regulador de su convenio y de su horario. Nunca ha tenido jefes, “y eso me ha
dado la vida”-decía- “eso y levantarme tarde; he estado muy pocas mañanas
andando por el mundo”. El hígado y el
corazón le salieron bueno, pero él ha colaborado con sus órganos asomándose al
mar, pero por la tarde.
Se fue joven a Madrid, porque allí
destinaron a su padre, pero en cuanto pudo, volvió a su tierra, al Rincón de la
Victoria. En Madrid conoció a Jose Luis
Garci y allí obtuvo sus primeros reconocimientos. En Rincón de la Victoria está
su patria chica y el mar al que asomarse cada tarde, la línea perfecta del
horizonte recortando el cielo azul.
En su primera crónica sobre Legrá, cuando
este peleaba por el título de campeón de Europa (que consiguió), se harían
amigos. Legrá le regaló a Alcántara el
batín azul con el que subió al ring cuando logró el cinturón de campeón del
mundo, batín que Alcántara siempre ha guardado, un trofeo.
Y un trofeo diario ha constituido para los
lectores su columna diaria, ese ver el mundo a través de la mirada de Manuel
Alcántara, modulada por su ironía y el imperceptible tirón con el que nos lleva
a su terreno y nos mece de un tema a otro, cargado de citas y de memoria, de
habilidad y de inteligencia, de humor y de arte.
Su artículo en Arriba se llamó durante los
primeros años “Corazón del mundo”. El
corazón también le salió bueno, pero no hay corazón eterno. Era el
decano del articulismo en España y, aunque varias veces dijera que tenía “una
pésima salud de hierro”, ha sabido marcar el paso del tiempo, acompasado al
ritmo idóneo, a base a metáforas y martinis.
Podría decir, parafraseando a Pablo Neruda,
del que contaba anécdotas de primera mano, “confieso que he vivido”, o jugar un
poco: confieso que he bebido. El hígado le salió bueno, no se cansaba de
repetir . Pero la cabeza qué. Una mente privilegiada. Un filtro inmejorable
para traducir lo visto, para convertirlo en la ventana por la que cada mañana
nos asomamos al Sur.
Ha conseguido el reconocimiento unánime de
la crítica, ahí están los premios: todos los del periodismo y el Nacional de
Literatura, y el de las personas que leen su columna diariamente. En Bilbao,
sin ir más cerca, piensan que es de allí, le gustaba contar a Alcántara, “me
saludan por la calle”.
La palabra “alcántara”tiene origen árabe y
significa puente. Las columnas de Manuel
Alcántara han sido un puente que hemos recorrido cada día antes de adentrarnos
en la vida. El maestro nos regalaba una columna diaria que modulaba nuestra
vida y nos forjaba una sonrisa desde por la mañana.
Columna que tecleaba en su Olivetti todos
los días desde que España cantaba “Dos gardenias para ti”. Este poeta que
transformaba a diario la melancolía en luz y el drama en ironía, era todo
bondad, sencillo, alegre, inteligente, tolerante, un hombre coherente que era
capaz de darle la vuelta a cualquier argumento con una coherencia superior, que
era la suya. Sin cegueras fraternas.
Leyendo su prosa –que ya nace atravesada por
una flecha de poesía, una prosa que siempre brota al natural, como las faenas
de los buenos toreros-, leyendo sus renglones de oro, se advierte que el arte
no es un oficio, sino la forma en que se ejerce ese oficio. Alcántara era, es
un principio de las palabras.
De niño, en esa Málaga azul Picasso que le
vio nacer, pelotas de trapo entre los escombros, abrigos mordidos en la solapa
por la raya negra del luto, estudiando ya segundo de jazmines, se tragó todo el
mundo una noche sin pena de vuelta a casa. Se zampó el mundo, decía, y ha ido
vomitando desde entonces algo que podríamos llamar el espíritu de su tiempo
mezclado con el de otros tiempos, ese dry Martini que se toman a solas los
hombres hechos y deshechos.
Manuel Alcántara es tanto Oriente como
Occidente, el Sur y el Sur. Su poesía mitad mar, mitad misterio, es la de un
filósofo. La de uno de aquellos tipos que veían ponerse el cielo escarlata
desde la Alhambra o, antes aún, en la Acrópolis, y se decían sin el más pequeño
asomo de tristeza que el futuro ya no es lo que era; aquellos magos de las mil
y una España que daban explicaciones naturales a los conflictos que se les
planteaba.
Uno de esos sabios es Manuel, modelo del 28,
chiquillo del 40, que ha versificado como nadie el sentimiento lógico de la
vida: la parsimonia, y que ha logrado, con su prosa de guardia cambiada,
agrupar en unas cuantas docenas de signos llamados letras, hondura, reflexión,
humor y complejidad de la buena. Sentía un respeto reverencial por las
palabras, por el lenguaje, por la música del verbo y el adjetivo. Manolo (como
le llamaban sus amigos) era periodista, pero Alcántara, poeta. Por ello en sus
columnas se deslizaba siempre el gusto de la poesía, y en sus versos, la contundencia
del periodista.
Quedan para el recuerdo miles de artículos y
su testamento poético en el que se reconoce bien a un hombre honesto, sensible,
inteligente y abrazado al mar, a la playa y a la belleza. Un escritor capaz de
ver más allá de lo que todo el mundo ve y de contarlo tan bien con las
palabras. Alcántara era un boxeador del lenguaje, con el virtuosismo del juego
de pies del mejor Cassius Clay y la contundencia de Foreman. En el ring del
columnismo Alcántara fue, simplemente, el mejor de su tiempo.
Recordando a Rilke nos decía que las
victorias no importaban, que lo único que importaba era sobreponerse. La vida
es eso. Recibir un directo en la mandíbula, agarrarse a las cuerdas y erguirse
de nuevo, levantar la barbilla y mirar sin miedo al horizonte, a ese futuro del
que provienen los golpes y la dicha.
Su género era corto, no le gustaba aburrir
al lector. Escribir poco es de buena educación. Salvador de instantes y cantor
de lo cotidiano, como en la definición de Gerardo Diego. Nunca un adjetivo
inútil, siempre un ingenioso juego de palabras, el olfato para ver un artículo
donde otros no.
“ Los textos de Alcántara son literatura, ni
más ni menos; es decir excepcional acuñación de los recursos del sistema que el
lenguaje permite por medio de mecanismos que llamamos estilo, una medida del
mundo a través de las palabras que lo crean, que son pulso y ritmo de la prosa,
humor e ironía, mirada cervantina que es lo mismo que decir humanísima.
Alcántara crea la atmósfera que desea por la perfecta capacidad de designación
léxica que, siempre contenida, posee un rendimiento textual indiscutible, una
gran capacidad de provocar emociones en el lector”.( Antonio Garrido Moraga).
La mezcla de los niveles coloquial y culto
es una de las claves de su prosa. Año tras año, desde la crónica de un combate
de boxeo a la sempiterna reiteración de la política, pasando por el temblor de
la primera flor de la primavera o la denuncia de las injusticias de este mundo,
Alcántara creó un universo de mundos posibles para compartirlos con todos sus
lectores. Lo hacía cada día, siguiendo el precepto de Juan de Valdés, algo tan
difícil: escribo como hablo. No se ha destacado la importancia de la oralidad
en el autor malagueño y universal, y la oralidad es clave para adentrarse en
las claves retóricas de su prosa.
Decía Manuel Alcántara que la inmortalidad
tiene que darse en vida, porque lo que sucede tras la muerte ya no afecta al
polvo en que todos hemos de convertirnos. Lo había escrito en uno de sus
versos: “Un día seremos solo historia”. Era casi el lamento de alguien que,
poesía a un lado, contó la Historia, cada día en sus textos. El poeta
columnista vivió su propia inmortalidad. Y no solo porque recibiera muchos
honores, algo que además llevaba con la elegancia propia de quien sabe poner
distancia en todo; de quien es consciente de que un verso hermoso salva una
vida y un premio si no se relativiza no es más que un alimento alto en calorías
con el que engordar el ego. También obtuvo la inmortalidad en el reconocimiento
del público, ese juez supremo con gran olfato para distinguir lo auténtico de
la impostura.
“No se estaba ya en guerra aquel verano,/ mi
padre me llevaba de la mano,/ yo estudiaba segundo de jazmines.” Valgan estos versos para situar a Manuel Alcántara
en la llamada Generación del 50 o de “los niños de la guerra”. Generación del
50, cuyos miembros se dan a conocer sobre todo en la primera mitad de esa
década, aunque no hay en ella una uniformidad estética, sí se observa una
preocupación por el cuidado del lenguaje a la hora de tratar asuntos más
cercanos a lo personal que a lo social. Así lo vemos en obras como las de Gil
de Biedma, Caballero Bonald, Goytisolo, María Victoria Atencia… entre otros.
Alcántara se da a conocer como poeta en los
años en que se están trazando las líneas de lo que va a ser el desarrollo de la
poesía española durante esa década y buena parte de la siguiente, con dos
tendencias en litigio: la que considera que la poesía es una forma de
conocimiento, y la que defiende que es forma de comunicación. Su primer libro,
“Manera de silencio”, es de 1955 y, a pesar de la juventud del autor, puede
decirse que era ya un libro de madurez. Allí está, en efecto, sus señas de
identidad expresivas y el repertorio de sus inquietudes, que entran de lleno en
la deriva existencial de la lírica española de entonces. Así en su poema “Biografía” encontramos los temas en los que Alcántara centrará su
obra, temas coincidentes con lo que podíamos llamar “espíritu generacional”.
Esta “Biografía”, escrita desde un yo sin
ocultamientos, además de centrarse en la persona y sus circunstancias (“Manuel,
junto a la mar, desentendido; yo era un niño jugando a la alegría”), tiene
también un carácter de declaración poética (“Enseño a andar palabras de la
mano…/Tengo un desconocido por el pecho. /Sí. Miradme a los versos. No os
engaño”).
En ese “Enseño a andar palabras” está la
conciencia del “oficio” del poeta y la alta consideración en el uso de la
palabra en poesía (“La poesía aspira a que no haya una palabra baldía”).
Para Alcántara, también la poesía es forma
de conocimiento del mundo y de conocimiento personal. Así, el detenerse, de
forma reflexiva, en el valor de la poesía como vía de conocimiento y de
expresión del yo es otra de las señas de identidad de su escritura.
También, dentro de la tradición española
(sobre todo unamuniana), el conflicto con lo divino, cuya evolución va de la
moderada certeza a la abierta duda: desde el “y cuando el alma suena es que a
Dios lleva” (“Manera de silencio”), pasando por una soleá de “Este verano en
Málaga”: (“Si otros no buscan a Dios, /yo no tengo más remedio: /me debe una
explicación”).
Y el mar (con toda su simbología: misterio,
vida y muerte a la vez). “Desemboca en el mar mi mar de dudas…/ ¿Existe el inventor del mar?, ¿no existe?,/
¿la vida es corta, o demasiado corta?”.
La poesía fue el gran motor de la obra y la
vida de Alcántara que, antes de acomodarse en las columnas de la prensa,
encontró en los versos su particular salvoconducto a la memoria, la existencia
y la intimidad. Una experiencia personal que no tardó en transformar en
colectiva. Y en ser aplaudida.
El contaba, con esa mirada única para la
ironía que en los 50 comenzó a dejarse caer por las tertulias literarias de los
cafés madrileños Varela, Lisboa y Liria y que, cuando una noche despertaba la
indiferencia del respetable, solo tenía que cruzar la calle y pasarse a otro
antro en el que el público y la gloria le fuesen más propicios. Aquel joven
autor que llevaba la marca de la calle Agua en la que nació encontró en la
bohemia cultural de Madrid, el ambiente propicio en el que cultivar su poesía
que no tardaría en alumbrar su primer libro, “Manera de silencio” (1955), mejor
poemario del año para la crítica y ganador del Premio Antonio Machado. Una obra
en la que sienta las bases de una poesía que trata de descifrar los mecanismos
del tiempo y la vida, y en la que autorretrata su propia necesidad literaria.
Con su poema “Biografía” (1956), se hace con
el Premio Juventud, al que siguió la publicación de los poemarios “El
embarcadero” (1958) y “Plaza Mayor” (1961), con el que logra el galardón Café
Santos. Un reconocimiento que fue el precedente del Premio Nacional de
Literatura en 1963 por “Ciudad de entonces”, una obra que ya desde el título
anuncia las salpicaduras de la memoria y su Málaga natal en una obra poética
vitalista que combina la reflexión meditativa y la descripción contemplativa.
En ese regreso a los orígenes hay existencialismo, melancolía, humanismo,
alegría y muerte, constantes también en su obra.
La paradoja es que el reconocimiento
literario marcó un cambio. Los versos siguieron pero el protagonismo lo tomaron
las galeradas de los periódicos de cada día. Manuel Alcántara llegó tarde al
periodismo. Para entonces tenía ya 30 años, pero la fuerza de sus artículos
revelaron la mirada de un hombre que contemplaba el mundo con mirada de
poeta. A finales de los 50 comienzan sus
colaboraciones en diversas publicaciones que no tardarían en ser solicitadas
por las cabeceras más importantes de la prensa española. Y con ellas los reconocimientos. En 1965
obtiene el Premio de Periodismo Luca de Tena, por su crónica pacífica y
pacifista en el diario” YA “ del viaje del Papa a Nueva York, “Pablo VI en Harlem”,
al que siguieron los galardones más importantes de la prensa nacional, como el
Mariano de Cavia en 1975 (por “Federico Muelas”, publicado en “Arriba”), el
Juan Valera y Doctor Thebussem en 1976 (“Amor sin correspondencia”, en
“Arriba”), el González Ruano en 1979 (“Tono”, en “Arriba”), el José María Pemán
en 1999 (“Aniversario”, en SUR) y el Joaquín Romero Murube en 2009 por “Cansinos vuelve a Sevilla”, en SUR, además
del Mariano José de Larra que le concedió en 1995 la Asociación de la Prensa de
Madrid, El Torreón de la Fundación Wellington en 2005, el Micrófono de Oro de
la Federación de Asociaciones de Radio y TV en 2009 y el First Amendment Award
(Premio a la Primera Enmienda) de la Fundación Eisenhower Fellows en 2017, que
le fueron concedidos a su comprometida trayectoria profesional.
Por su inseparable Olivetti pasaron miles de
artículos que se convirtieron en diarios a partir de 1989 con su columna en la
contraportada de SUR y el resto de periódicos de Vocento que obligaba a que
muchos de los lectores comenzaran la lectura del diario desde la última página.
Se ganó por derecho y por (in)genio el
título de decano de los columnistas españoles, a los que unió las distinciones
de Hijo Predilecto de Málaga (1983) y de la Provincia (1999), Hijo Adoptivo de
Rincón de la Victoria (1987), Doctor Honoris Causa por la Universidad de Málaga
(2000), Medalla de Oro de Andalucía (2001), Medalla de Honor de la Asociación
de la Prensa de Málaga (2005), Premio de las Letras Andaluzas Elio Antonio de
Nebrija (2010), Encomienda de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio (2018) y
Autor del Año en Andalucía (2019).
Alcántara logró además otros premios que no
se denominaban como tal, pero de los que acusó recibo como si lo fueran. La
cantaora Mayte Martín convirtió en música con quejío sus poemas en el disco
“ALCÁNTARA MANUEL” (2009) mientras que el cineasta Manuel Jiménez lo puso
delante de la cámara para atrapar su carisma más allá de las palabras en el
documental “El pésimo actor mexicano (2011). Y el escultor Martín Merino le
premió con un busto de bronce que le recuerda ya para siempre en el Salón de los Espejos del Ayuntamiento
de Málaga. Reconocimientos en los que siempre intentaba sacudirse cualquier
atisbo de vanidad y que convertía en momento de amistad y alegría compartida.
“Tengo cierta conciencia de que todo termina y me voy contento de haberos
conocido a todos y de poder daros las gracias”, aseguraba con emoción Alcántara
el mismo día que su busto no le quitaba el ojo.
Casi cuatro décadas después de publicar “Manera de silencio” (1955), nació el Premio
de Poesía Manuel Alcántara que llevó el nombre del poeta y articulista
malagueño por petición popular de sus vecinos de Rincón de la Victoria. Un
galardón, el de mayor cuantía a un solo poema -6.000 euros- que ha superado el
cuarto de siglo y cuyo palmarés está ligado a grandes autores contemporáneos.
Dos décadas ha cumplido el Premio
Internacional de Periodismo Manuel Alcántara, que desde un principio ha
promocionado el talento de las nuevas firmas de la prensa española, aunque en
los últimos años también ha compartido su reconocimiento con veteranos
profesionales.
A ellos, se unió el pasado 2018 el más joven
con el nombre del articulista, el Premio Nacional del Periodismo Deportivo,
convocado por la Fundación del poeta y Unicaja.
BIBLIOGRAFÍA: “Málaga Nuestra”. M. Alcántara
“Fondo
Perdido”. M. Alcántara
Tesis doctoral de
Teodoro León Gross
Diario SUR (hemeroteca)
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