Censura
Made in Spain
En septiembre de 1939 escribía el Obispo
de Pamplona Monseñor Olaechea: «Son los cines tan grandes destructores de la
virilidad moral de los pueblos, que no dudamos que sería un gran bien para la
Humanidad el que se incendiaran todos… En tanto llegue ese fuego bienhechor,
feliz el pueblo a cuya entrada rece con verdad un cartel que diga: ¡Aquí no hay
cine!». Son estas unas frases que vienen a dibujar con gran nitidez el régimen
de censura que iba a determinar la sociedad y la vida de los españoles por
varias décadas, si bien, durante todos estos años, este estado de cosas pasará
por etapas, más o menos restringidas, según las circunstancias. En el caso
citado es el cine la diana de los censores, en este caso la Iglesia católica,
pero su sombra se alargaría también a la literatura, a la música y a cualquier
manifestación sospechosa de atentar contra el Régimen. Si al comienzo de la
dictadura la censura tuvo un carácter fundamentalmente político, a partir de
1945 la Iglesia tomaría el mando de la censura estatal, que la juzgaba «insuficiente»,
reafirmándola a partir del Concordato suscrito con la Santa Sede en 1953.
Hacía sólo unos meses
que había comenzado la guerra, Franco había sido nombrado jefe de Estado en
Burgos, y ya se había puesto en marcha la máquina represiva. El 23 de diciembre
ya había firmado la primera disposición censora; el mes siguiente (14 de enero
de 1937) la Delegación del Estado para Prensa y Propaganda publicaba el decreto
y al año siguiente, la Ley de prensa de 22 de abril de 1938, Ley que daba
origen a la estructura que iba a controlar la producción escrita, sonora y
visual en el país. Al frente, y como responsables de la sección de propaganda, el
murciano Juan Pujol Martínez y el navarro Joaquín Arrarás Iribarren, ambos
escritores y periodistas ultraderechistas. El primero, director de Informaciones
y Madrid, que pasó del anarquismo a la democracia cristiana para
desembocar en el fascismo; el segundo, periodista y corresponsal de varias
publicaciones como El Debate, Acción Española, Ya o ABC
y autor de la obra Historia de la Cruzada Española o El sitio del
Alcázar de Toledo[1].
Por otro lado, la
censura no se limitaría a las manifestaciones populares, de masas, como el
cine, la radio o la literatura. También los documentos privados: cartas,
telegramas o, incluso, las conversaciones telefónicas, pasarían por este
«Fielato». Las cartas, por ejemplo, deberían ir en sobres abiertos que los
censores, tras hacer constar el «visado por la censura», se encargarían de
cerrar antes de enviarlas a su destino. Las conversaciones telefónicas, si bien
había pocos teléfonos, se podían interrumpir y, además tenían un tiempo
determinado (no más de tres minutos). Por su parte, los libros considerados
enemigos de España fueron «condenados al fuego», justificando la acción
catedráticos, entre otros, como el granadino Antonio de Luna García, con el
objetivo de «edificar a España una, grande y libre, condenados al fuego los
libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los
anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los
pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los
seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos». También la
Iglesia, especialmente negativa. En palabras del obispo Marcelino Olaechea, la
quema de todas las salas de cine era «un gran bien para la humanidad». A estas
opiniones se unía la del sacerdote y educador manchego, muy influyente, Ángel
Ayala Alarcó, quien escribió que: «el cine es la calamidad más grande que ha
caído sobre el mundo desde Adán para acá. Más calamidad que el diluvio
universal, que la guerra europea, que la guerra mundial y que la bomba atómica.
El cine acabará con la humanidad». No hace falta decir que muchos de los
profesionales de este medio, como también de la radio, fueron objeto de
depuración. Una de las víctimas más conocidas, por su popularidad, fue Luis
Medina, locutor de Unión Radio de Madrid durante la República. Condenado a
muerte, le conmutaron la condena por treinta años de cárcel.
Como
ya se ha apuntado, el estado de censura pasó por momentos de cierta apertura
A
partir de 1951, con la llegada de Gabriel Arias Salgado al Ministerio de
Información y Turismo, se inicia una etapa muy restrictiva para el cine español,
durante la cual José María García Escudero, director general de Cinematografía,
con apenas seis meses en el cargo, fue cesado por criticar el poder censor de
la Iglesia. Le sucedería en el cargo Joaquín Argamasilla, que introdujo un
sistema por el que castigaba económicamente, suprimiendo subvenciones a las
películas peor catalogados por la censura, así que los productores respondieron
con la estrategia de realizar dobles versiones —una para España y otra para el
extranjero—, como es el caso de la película Los jueves, milagro, de Luis
García Berlanga, una comedia protagonizada por el gran Pepe Isbert. Y la
censura siguió indiferente su curso, a pesar de la tímida apertura de la Ley
Fraga de prensa de 1966, tan ambigua que permitió que continuase la labor censora
del régimen, aunque editoriales, autores y traductores elaborarían, a su vez,
sus propias estrategias para intentar eludir el control gubernativo,
contraatacadas desde el Gobierno. El censor jefe y director general de Cultura
Popular (entre 1973 y 1974), Ricardo de la Cierva, elaboró una lista negra de
editoriales consideradas «marxistas» o «izquierdistas» (entre ellas, Barral o a
Fundamentos).
Sería interminable
citar la lista de profesionales de los medios que fueron represaliados, que
tuvieron que exiliarse obligatoriamente fuera de España o, en muchos casos, a
sufrir un exilio interior que les condenaba a vivir y trabajar en cualquier
medio que no fuera su profesión. Con la salida del Gobierno de Fraga en 1969,
presionado por Carrero, le sustituyó Alfredo Sánchez Bella, del Opus Dei, dando
de nuevo un retroceso en las películas, especialmente por cuestiones morales o
sexuales. Entre tantas otras, la película de Angelino Fons: Separación
matrimonial (1973) la censura argumentó: que «la mujer española, si se separa de su
marido tiene que acogerse a la religión o aceptar vivir perpetuamente en
soledad». Este nuevo retroceso provocaría un éxodo de cinéfilos a cruzar los
Pirineos, donde se podían ver películas sin restricciones como El último
tango en París, que llegó a exhibirse con subtítulos en castellano para los
clientes españoles o la película de Chaplin, de 1940 El gran dictador,
que no pudo verse en España hasta 1977. Finalizaba el año 1973 cuando la
censura cinematográfica llegó (1 de diciembre) con el segundo Gobierno Suárez.
De aquella época fueron censuradas películas (nacionales y extranjeras) como Si
te dicen que caí, Viridiana, Con faldas y a lo loco, Tarzán,
Muerte de un ciclista, El crimen de cuenca, El verdugo,
La Venganza (primera película española nominada al Oscar), Noche de verano,
La caza, Nunca pasa nada o Al otro lado del espejo.
Tampoco la dramaturgia se libró, obras de teatro como Las arrecogías del
beaterio de Santa María Egipciaca, de Martín Recuerda, escrita en1970 y
estrenada en 1977. Otro caso interesante es la obra Equus, en principio
aprobada por Comité de Censura, que suponía un desnudo integral (el primero),
pero días antes del estreno fue prohibida por el Ministerio. Tras varios días
de negociaciones se llegó al acuerdo de que los actores aparecieran
parcialmente desnudos (María José Goyanes y Juan Ribó, los protagonistas).
Tampoco
la literatura se vio libre. Ejemplos tan notables como El Jarama, de
Sánchez Ferlosio, Cambio de piel (1967), de Carlos Fuentes, Juan sin
Tierra (1975), de Juan Goytisolo o La calle de Valverde (1961), de
Max Aub, permitida tras purgada por las tijeras moralistas de la censura en
1969. Casos relevantes censuradas son La colmena y la Familia de
Pascual Duarte, ambas de Cela, por lo que se da la paradoja del «censor,
censurado». Por último, es emblemático, y clandestino, por la forma de circular
en nuestro país, el caso de la novela de Arturo Barea La forja de un rebelde,
publicada en inglés en 1946, hasta ver la luz en nuestro país 1977. También
víctimas de estos rigores fueron los Episodios nacionales, de Benito
Pérez Galdós o Flor de leyendas y Nuestra Natacha, del dramaturgo
asturiano Alejandro Casona.
Rosa M Ballesteros
García
Vicepresidenta del Ateneo
Libre de Benalmádena
“benaltertulias.blogspot.com”
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