ELOGIO DE
ALEJANDRO MAGNO
Muchos de los grandes personajes
que se han hecho notar por sus logros, juzgados a veces como imperecederos,
encierran en su devenir acontecimientos muchos menos honrosos que solo son
visibles en las observaciones pormenorizadas, o no, que tratan de poner de
manifiesto los orígenes o las consecuencias de sus actos. Es el caso de
Alejandro Magno, posiblemente uno de los personajes más fascinantes de la
historia, un auténtico ídolo que suscita una admiración acrecentada por verdaderas hagiografías que han ido
rebajando paulatinamente los aspectos humanos de las flaquezas habidas en su
privilegiada capacidad para hacer historia.
Alejandro nace en Macedonia, en
el año 356 antes de nuestra era, hijo de Filipo II rey de Macedonia, un reino que
no tenía nada de bárbaro según el concepto en que lo tenían los griegos.
Recibió una educación exquisita en lo militar y en lo político de la mano de su
padre, y en lo intelectual del sabio griego Aristóteles. Desarrolló aficiones a
la música y a la caza. Físicamente era de tez y ojos claros, llevaba la cara
rasurada y una melena abundante y suelta con una raya en el centro, es decir un
joven atractivo al que solo le faltaba una adecuada estatura puesto que Alejandro
III de Macedonia, el deshacedor del nudo gordiano medía tres codos, es decir, no
alcanzaba el metro y medio de altura.
Obtiene una rápida maduración a
partir de sus veinte años en la lucha
terrible por el control del poder a la muerte violenta de su progenitor. Alejandro
elimina sin dudarlo a varios de los descendientes de los siete matrimonios
habidos por su padre, incluido su propio y recién nacido hermanastro y algunos
personajes influyentes y militares para aliarse con el resto del ejército al
que asegura y mejora sus condiciones económicas y se obliga a mantener las
promesas de expansión previstas.
Su demostrada capacidad militar y
estratega son heredadas, así mismo, de su progenitor y fue condición necesaria
para ser aceptado como jefe por las tropas ya acampadas previamente en espera
de la liberación de las ciudades griegas de Asia. Las batallas del río Gránico,
Isos y la toma de Tiro son tres hitos de
esta primera fase de su campaña liberadora que empezó con 22 años, después de
haber dejado sometidas a las ciudades griegas, algo que ya había llevado a cabo
ayudando a su predecesor.
La superioridad militar y técnica
de su ejército, basada en las unidades básicas de caballería y de infantería
dotadas de las famosas “sarisas” (lanzas de hasta 5 metros de largas),
extraordinarias en el ataque pero inútiles en el cuerpo a cuerpo, también
habían sido organizadas previamente.
Los éxitos obtenidos (y quizás el
mensaje que recibiera en el templo de Amón en el oasis egipcio de Siwa) liberan
en él unos deseos irrefrenables de poder que lo impulsan a una guerra de venganza contra los persas en
los que alternan los triunfos militares como el de la batalla de Gaugamela con
actos censurables como el saqueo del Palacio Real de Persépolis. Pero su afán
de poder no conoce límites y una vez eliminado Darío decide conquistar todo el
imperio persa lo que empieza a despertar recelos y oposición entre sus generales
que se conforman con el cuantioso botín ya obtenido y no desean una campaña tan
larga. Las rebeliones internas son
neutralizadas con dureza y se cobraron la cabeza de Filotas uno de sus más
próximos colaboradores y comandante de su caballería y lo que es peor la de su
padre el general Parmenion cuyo prestigio venía de sus servicios al rey Filipo.
Alejandro Magno se fue
orientalizando conforme avanzaba en su campaña y sus conquistas. Comenzó a vestir ropajes
persas, a adoptar sus costumbres y a admitir en la organización del ejército y
en el gobierno de las satrapías a los súbditos de este imperio conquistado, en
desdoro de sus compañeros macedonios. La gota que colmó el vaso ocurrió en una
cena en Samarcanda, uno de los últimos puntos de conquista, en la que se
suscitó una fuerte discusión entre los merecimientos de unos y otros con tanta tenacidad
que en un momento determinado con los ardores del vino Alejandro mató a Clito, “el
negro”, de una lanzada, uno de sus
principales amigos que, incluso, le había salvado la vida en la batalla de
Gránico.
Los complots contra su vida
aumentan pero mantiene la campaña alcanzando una gran victoria en la batalla
del rio Hidaspes, en la que murió como un presagio su caballo Bucéfalo, pero al
llegar al rio Beas la tropa macedonia con el veterano Ceno de portavoz, se
niega a seguir y le conminan a que continúe sin ellos. Alejandro pese a su
enfurecimiento se da por vencido. Dejaba atrás dieciocho mil kilómetros
recorridos en los últimos ocho años y unos setecientos cincuenta mil asiáticos
eliminados según las cifras oficiales, y la fundación de 70 nuevas ciudades,
cincuenta de ellas con su nombre.
Alejandro Magno ejercía una
atracción y un liderazgo indiscutible sobre sus soldados, a los que exigió
obediencia ciega y sometimiento absolutos, que imitaban su forma de cabalgar,
sus maneras de expresión y sus gestos. Todo en sus formas de administración fue
grande, grandes sus empresas, sus fiestas y su generosidad con una tropa a la
que enriqueció y permitió toda clase de desenfrenos, haciéndose famosos sus
excesos con la bebida.
La vuelta forzada por sus
generales marca uno de los mayores fracasos militares como lo fue la travesía
del desierto de Makran en la que perecieron las tres cuartas partes de la tropa
y que todavía hoy dudan sus estudiosos
si fue un error o un castigo por su comportamiento. Pero al llegar a
Susa Alejandro organizó una orgía monstruosa con juegos, música y un concurso
de beber vino puro que acabó con la vida de treinta y cinco de sus participantes,
fiesta que fue superada poco después con la organización de las bodas estivales, el festival más excepcional de
todos los que organizaría, en la que cerca de un centenar de sus oficiales
desposarían a otras tantas iranias de alta alcurnia en un intento notable por
darle cohesión y consistencia a su magna empresa.
El propio Alejandro tomó en esta
boda dos nuevas esposas, las persas Estatira y Parisátide por conveniencia
política para asegurar su reinado sobre los aqueménidas, al margen de la bactriana
Roxana considerada su verdadera esposa pero que carecía de estirpe real. Pese a
la existencia de amantes como Barsine, la reina amazona Talestris o la soberana
india Cleofis, su amor fue homosexual y perteneció a Hefestion, un
lugarteniente de su guardia que le acompañó durante toda su campaña hasta su
muerte en el motín de Opis, otra rebelión de sus tropas, ocurrida después de
las bodas, que Alejandro acalló con promesas y fiestas.
A partir de este momento
Alejandro ya totalmente orientalizado, se divinizó, un dios indiscutible e
inapelable que pasó rápidamente a la inmortalidad tras ser envenenado a sus 32
años de vida en el 323. Los cuatro
millones de kilómetros cuadrados conquistados fueron imposibles de mantener
unidos. Una vez eliminada su propia descendencia se declara la guerra de los
diácodos (generales) que se reparten sus conquistas destacando como
triunfadores, “los antigónidas” que fundaron esta dinastía y reinaron en
Macedonia, los “lágidas” que fundaron la dinastía ptolemaica gobernando Egipto
y los “seléucidas” que fundaron este imperio. Dos siglos más tarde todos ellos
serán provincias romanas.
Alejandro III de Macedonia,
Hegemón de Grecia, Faraón de Egipto, Gran Rey de Media y Persia, más conocido
como Alejandro Magno ha pasado a la historia como un gran civilizador que
extendió la cultura griega, además de la destrucción y la muerte, por todo el mundo conocido en su época, pero
sus acciones no pueden considerarse ejemplares ni lo hacen un digno
representante de ningún tipo de edificación moral. De sus seguidores e
imitadores solo puede decirse que son pobres copias de un original plagado de
fantasías en cuyas supuestas virtudes no conviene recrearse.
Jesús Lobillo Ríos
Presidente del Ateneo Libre de Benalmádena
“benaltertulias.blogspot.com”
Bibliografía: Robin Lane Fox:“Alejandro
Magno Conquistador del mundo”.
Acantilado 2008.
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