EL
“MILAGRO” DE CALANDA
Lo inexplicado y lo inexplicable
han constituido siempre un atractivo para el hombre, que ha confeccionado
relatos para justificar lo injustificable, relatos que formaron, en muchos casos, la médula de los
núcleos religiosos, y que obligaron a reglar la creencia en los mismos, en
franca competitividad entre ellos y los descubrimientos científicos. Se
rechazaron así los elementos paganos y luego los hechiceros, quedando como difíciles
de refutar los milagros para los que la Iglesia estableció protocolos muy
estrictos a fin de que su falta de demostración natural dejara patente la
existencia de ese algo sobrenatural y necesario, que la fe circunscribe a los dogmas
revelados e incuestionables.
Uno de esos hechos inexplicables,
sancionado como milagroso, a que voy a referirme, ocurrió en Calanda (Provincia
de Teruel), la noche del día 29 de marzo de 1640 reinando en España Felipe IV.
Siguiendo el relato del canónigo archivero-bibliotecario del Cabildo Metropolitano
de Zaragoza D. Tomás Domingo Pérez (Teruel 1928-Zaragoza 2012), hecho público en 1987, esa noche, entre las
diez y media y las once horas, a Miguel Juan Pellicer Blasco, varón de 23 años
de edad, le reapareció de nuevo su pierna derecha que le había sido amputada
dos años antes en el Hospital de Gracia de Zaragoza “aserrándola cuatro dedos
por debajo de la rodilla”, lo que le había asegurado el estatus de gran
inválido manifiesto que evidenció durante los quince o veinte días que llevaba de
regreso en su pueblo (Calanda), y anteriormente durante los dos años que pasó
pidiendo según esta condición en las puertas de la Basílica del Pilar.
Ante el asombro y la admiración
que despierta el hecho en los vecinos acuden el cura de Mazaleón, distante unos
50 kilómetros, acompañado del notario Miguel Andreu que levanta acta notarial
del portentoso suceso el lunes santo, 2 de abril, a cinco días del “milagro”
ocurrido el precedente jueves de la semana de pasión.
Para entender correctamente los
hechos debemos de saber que Miguel Juan era el segundo de ocho hermanos (de los
que solo sobrevivieron dos) de una modesta familia de labradores que no recibió
más instrucción que la catequesis habida del párroco. A los dieciséis años se
marcha a Castellón de la Plana en donde a finales de julio de 1637 sufre un
accidente laboral en el que la rueda de un carro “cargado con cuatro cahíces de
trigo” (unos dos mil quinientos kilos), le pasa por encima de la pierna derecha
fracturándole la estructura ósea por lo que fue trasladado al Hospital Real de
Valencia en donde ingresó el 3 de agosto. Pese a esta demora (hay 60 kilómetros
entre Castellón y Valencia) la pierna no requeriría medidas urgentes porque solo
estuvo ingresado cinco días y obtuvo permiso para marcharse al Hospital General
de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza, embarcándose en un viaje de más de
trescientos kilómetros y casi dos meses de duración, a donde llegó a primeros
de Octubre de 1637, dos meses después del accidente.
Según consta en la sentencia del
Arzobispo de Zaragoza, D. Pedro Apaolaza Ramírez (Zaragoza 1567-1643), de 27 de
abril de 1641 en la que se declara milagrosa la restitución súbita a Miguel
Juan Pellicer de su pierna derecha amputada, la operación quirúrgica de
aserramiento de la pierna fue llevada a cabo nada más llegar al hospital
zaragozano por el Licenciado cirujano y catedrático Juan Estanga, auxiliado por
los cirujanos Diego Millaruelo y Miguel Beltrán y ayudado por el joven practicante Juan
Lorenzo García que se encargó de enterrar la pierna en el cementerio del
hospital haciendo un hoyo “como un palmo de hondo” (21 centímetros).
Este proceso sentenciador había
durado casi un año y precisó de las declaraciones de 24 testigos distribuidos
en los siguientes grupos: facultativos y sanitarios (incluye al cirujano y sus
ayudantes), familiar y vecinal ( los padres, amigos y servicio), autoridades
locales ( justicia jurados y notario de Calanda), eclesiástico (el vicario o
párroco de Calanda mosén Jusepe Herrero, dos beneficiarios de la parroquia y un
capellán del Hospital) y el mixto (otras seis personas), todos los cuales
dieron fe de la veracidad de los hechos.
El “milagro” trascendió de
inmediato a toda España y a toda la Europa cristiana inmersa en la guerra
religiosa de los treinta años que esquilmaron los recursos económicos de los
Austrias españoles, particularmente en Aragón en donde además, había que sumar
las secuelas de la expulsión de los moriscos que supuso la pérdida del 16% del
censo, el hundimiento de la agricultura y el aumento de la pobreza. Si bien el
país gozó a pesar de todo de una edad de oro cultural (Velázquez, Quevedo,
Góngora, etc.) no fue así en el terreno científico donde la medicina seguía la
teoría de los cuatro humores y sus tratamientos apenas superaban la purga, la
lavativa y la sangría. La influencia de la Iglesia de la mano de la
superstición era inmensa y la hechicería y los falsos milagros constituían una
auténtica epidemia donde la inquisición no daba abasto.
En este contexto el portentoso
hecho de Calanda viene a ser un refuerzo del catolicismo contra los
protestantes y una ayuda en la lucha competencial de la seo cesaraugustana con
los fieles de la Virgen del Pilar a cuya mediación se atribuye el milagro y que
en breve verá levantado su nuevo templo barroco que todavía contemplamos. El
milagro fue bienvenido, aceptado y difundido por la iglesia y el estado, hasta
el punto de comprometer al rey Felipe IV a besar la pierna recuperada.
El milagro de Calanda contradice
de tal manera las leyes naturales que nos obliga a revisar las premisas básicas de la ciencia o a contemplar que los
hechos no pudieron ocurrir de la forma que se relatan. En este orden de ideas
el acta del notario Miguel Andreu manifiesta que la pierna restituida tenía las
mismas señales y cicatrices que la pierna original, a saber las secuelas de la
herida del accidente, la de un mal grano que padeció y las señales de la
mordedura de un perro, lo que supone una
confesión palmaria de que la pierna era la original, que no había sido
amputada, y que en principio se veía más atrófica que la izquierda y con los
dedos como en garra, signos evidentes de su falta de utilización temporal, que
se recuperó rápidamente de forma que al mes ya era normal.
Un análisis más detallado nos
descubre que en ningún lugar de la farragosa sentencia se afirma que el
cirujano amputara la pierna, lo hizo a través de sus ayudantes porque él no
estaba presente, y por supuesto en ningún lugar se manifiesta que se buscara la
pierna enterrada posiblemente por el convencimiento de que no podía
encontrarse.
La historia de Miguel Juan
Pellicer termina de manera desilusionante pues ni siquiera fue enterrado en la
capilla a la Virgen del Pilar que se erigió sobre el solar de su casa, sino que
murió al parecer en Velilla de Ebro en cuya parroquia consta con el
calificativo de “pobre de Calanda” sin que pueda asegurarse que se trate de la misma persona a la que
muchos entusiastas han denominado como “el cojo de Calanda” pero que en
justicia debiéramos identificar como “el pícaro de Calanda”.
Jesús Lobillo Ríos
Presidente
del Ateneo Libre de Benalmádena
“benaltertulias.blogspot.com”
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