CALLE DE LA CABEZA
En el siglo XVII en las Españas que
por entonces eran muchas, reinaba un tal Felipe III…
Más de uno se preguntará a qué viene
esto de hablar de tiempos tan pasados, teniendo como tenemos aquí y ahora un
gran revuelo coronario y virulento, ese que los sabios han dado
en llamar Cobid19.
La
explicación es sencilla:
Cuando la cruda
realidad apabulla, es saludable realizar pequeños paréntesis, regalarse algún
que otro dispendio y, sin miedo a ser acusado de frívolo, buscar puntuales
refugios en la ficción o en algo que se le parezca.
Cuando la
saturación informativa acerca de la pandemia y sus consecuencias desdibuja la narrativa,
un escribiente de auténticas o ficticias historias tiene poco o nada que decir
que no se haya dicho del bichito y sus
efectos colaterales. Por instinto prefiero subir —o bajar— (quien sabe) algunos
peldaños de tragedia, recurriendo a un relato que desconozco si será o no
auténtico, pero que para el caso pretendo sirva única y exclusivamente de
entretenimiento.
En el siglo XVII en las Españas que
por entonces eran muchas, reinaba un tal Felipe III. Su padre, también Felipe
pero segundo, harto de seguir la estela de sus antecesores paseando la
capitalidad del reino por diversos lugares patrios, decidió sentar cabeza
nombrando Capital del Reino a la muy ilustre Villa de Madrid. Lo de los
Borbones nos llegaría después, aunque también como no, con otro Felipe, el
quinto.
El caso es que la Villa, bendecida
por la generosa decisión del Rey, si no para todos —ni siquiera para la gran
mayoría—, si sirvió a ilustres espabilados para amasar mayores o menores pero
siempre fructíferas fortunas. Entre los segundos, quizás no siendo escrupuloso
en exceso con los votos de humildad y sencillez que años atrás había asumido
ante su santísimo, el Padre Silvestre, amarrando un servicio sacerdotal
por aquí, una buena intermediación eclesiástico financiera por allí, más que
bien y a su edad, disponiendo de unos buenos ahorros, tenía asegurada la
tranquilidad que en los últimos años de estancia en este mundo da disponer de
una buena situación financiera.
Siguiendo —eso sí, a su criterio— las
bondades emanadas del buen cristiano, ayudaba a quienes le ayudaban, oraba por
quienes por él intercedían. Fuera de ese ámbito, salvo para socorrer algún que
otro sobrinillo de padre desconocido, poco se conoce de su altruismo
hacia la vecindad. Desde sus primeros años de celibato, realizaba los oficios
al amparo de la corte. Sin llegar a las más altas instancias, siempre
fueron buenos y agradecidos sus servicios a las parentelas de los condes y
duques de aquellos que alternaban ambientes palaciegos. Un buen consejo de
confesionario, un discreto y puntual chismorreo derivado del secreto
recibido o, cualquiera otra de las múltiples veleidades a que, con su sabia palabrería
pudiera tener beneficio, sirvieron a nuestro prolijo D. Salvador para, como se
ha mencionado, salvaguardar su futuro.
En la planta segunda, en un falso tabique tras una liviana alacena,
disponía el anciano clérigo de un discreto y suficientemente amplio habitáculo
donde almacenar y proteger el nada desdeñable caudal de maravedíes de plata y
otras monedas al uso.
También, desde hacía años —al menos diez—
D. Salvador tenía contratados los servicios de Rogelio Hernández. Hombre de
mediana edad, soltero, parco y prudente en palabras, de buen apetito, de
complexión fuerte y dispuesto siempre a
realizar cuantas tareas domésticas o de diversa índole y a su alcance, le
fueran encomendadas. Fiel en su cometido, escasas fueron las ocasiones en que
recibió algún reproche por parte del amo de la casa. Rogelio, haciendo
abstracción de reducido salario recibido, tampoco tenía mayores motivos de
queja. La armonía entre partes, al menos en apariencia, resultaba correcta.
Bien por un despiste, bien porque la
edad no perdona y las facultades se pierden, hacía varios años —tres o cuatro
al menos— que Rogelio era conocedor del lugar donde el anciano atesoraba sus
riquezas. En ausencia de D. Salvador, en más de una ocasión y solo a modo de
curiosidad, tras acceder al ya poco secreto lugar, arqueaba y calculaba la
totalidad del dinero almacenado. Aun así, nunca, en ninguna ocasión se había tomado
la licencia de sustraer una sola moneda, ni siquiera la de más baja
cualificación. Así era hasta que…
Tres o cuatro años era tiempo
suficiente para, como pequeña larva, como diminuto virus de lento y persistente
trabajo, doblegar el sentido ético y moral del sirviente. El diablo hacía su
trabajo.
Mil conjeturas circularon por su
cabeza, mil variantes de cómo actuar con la mayor prudencia y con el mejor
rédito. La decisión estaba tomada. La mejor, la más expeditiva.
Primero: Muerto el cura hacer desaparecer
el cadáver. Diseccionaría el cuerpo del delito en razonables tamaños para, con
discreción y buen hacer, en costales bien cerrados dejar que la corriente del
Manzanares se encargara del resto. El último bulto sería el de la cabeza. En
dos días con sus noches no quedaría rastro del delito; además, pasarían días
antes de que cualquier inoportuno echara en falta la presencia de D. Salvador.
Segundo: Con todos los maravedíes y
monedas varias, poner tierra de por medio. Portugal sería el destino. Allí
nadie le conocía, nadie preguntaría ni el dónde, ni el cuándo, ni el porqué.
Pasaron los años, diez o doce,
Rogelio Fernández establecido en Coímbra no tenía ningún reproche que hacer al
estado de su nueva vida, tampoco ninguno a su comportamiento anterior. En
cualquier caso, de eso hacía ya mucho tiempo y, como es bien sabido —o al menos
eso se dice—, que este lo cura todo. Un día, convencido del milagro del paso
del tiempo y de que nadie se acordaría del clérigo, y mucho menos aún de él, con
discreción decidió regresar a Madrid. Se alojaría por unos meses en una
vivienda en alquiler, en la misma calle aunque algo alejada de la antigua casa
del cura y, si el futuro se presentaba
apacible —por qué no—, instalarse definitivamente. Al fin y al cabo, Coímbra
estaba bien, pero donde estuviera el Madrid de siempre. Además, aunque mantenía
el buen apetito, también se iba haciendo mayor.
Un día, visitando el Rastro, en un
puesto de carnicería, una pequeña, sabrosa y aún fresca cabeza de cabrito llamó
su atención. De inmediato la imaginó saliendo del horno, creyó incluso olfatear
su aroma de recién asada. Dicho y hecho, acordado el precio y depositada en un
morral de tela, el destino estaba decidido.
Tan fresca era la pieza del chivo que,
cargada del hombro hacia la espalda, en su distracción no tomó conciencia del
pequeño reguero de sangre que del animal iba dejando tras de sí.
Muy cerca ya del domicilio, a solicitud
de dos alguaciles que por allí paseaban cumpliendo su cometido, Rogelio fue
requerido a aclarar la causa del tan poco habitual trazo.
—Nada que ocultar, señores alguaciles
—respondió con una sonrisa y la tranquilidad de no haber cometido ninguna
infracción. Razonó la causa del pequeño goteo, el dinero abonado así como el
destino inmediato del deseado manjar. No viéndolos muy convencidos, y para
evitar cualquier tipo de suspicacia de la autoridad, introduciendo la mano en
el morral extrajo la cabeza de…
Nunca se ha sabido, nunca se sabrá,
ni siquiera hay explicación posible para entender que lo que colgaba de la mano
del delincuente Rogelio Fernández era la cabeza fresca y recién seccionada del
Padre Silvestre. Días más tarde sería ejecutado en la Plaza Mayor.
Luego, con el paso del tiempo, el
saber popular dio en llamar a la calle de la Villa donde se habían producido
los sucesos narrados «Calle de la Cabeza».
Continuaba el reinado de Felipe III
A 24 de mayo de 2020
Vladimir Merino Barrera
Escritor
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