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CONVERSACIONES DE SALAMANCA (mayo, 1951)
El cine español está muerto. ¡Viva
el cine español!
Rosa M. Ballesteros García
rosaballesterosgarcia@gmail.com
Las interrelaciones historia-cine son múltiples
y van desde simples representaciones de los hechos históricos hasta la
explicación de nuestro tiempo y nuestra sociedad. Lo cierto es que el cine se
convirtió en un arma poderosísima y desde el primer momento comenzó a ser
utilizado por los poderes para llevarlo a su terreno y sus intereses. En el
caso que nos ocupa, la filmografía producida durante el franquismo fue
controlada desde el poder mediante la censura, los permisos de rodaje, las
subvenciones y la represión. El cine de ficción, realizado a lo largo de la
dictadura, los expertos lo han dividido en varias etapas, si bien en este
artículo vamos a ocuparnos de las dos que siguen al final de la Guerra Civil (1936-1939)
y al periodo republicano; es decir los años 40 y 50, décadas que coinciden con unos
hitos que obligaron a dar un viraje de fondo y forma a las producciones. Entre otros,
destacamos el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945; la firma del Concordato
con el Vaticano en 1953; la alianza militar con los Estados Unidos (los
llamados «Pactos de Madrid»), firmados en este mismo año, y el ingreso de
España en la ONU en 1955. La dictadura, replegada voluntariamente durante la
autarquía, pero necesitada con urgencia de que se reconociera el régimen en el
exterior, se empeñó en una su incesante lucha contra el ateísmo, el
anticomunismo y la protección de los valores y costumbres cristianas que
casaban a maravilla en el contexto internacional de la Guerra Fría que se
produjo, como se sabe, tras finalizar la Guerra Mundial, dividiendo el mundo entre
el bloque Occidental (occidental-capitalista), liderado por los Estados Unidos
y el bloque del Este (oriental-comunista), liderado por la Unión Soviética.
En este contexto, y durante
los años cuarenta, la temática que se exhibía en nuestro país estuvo volcada en
“glorificar” la victoria de los sublevados, presentando historias que tendían a
demonizar al enemigo de la Patria: materialistas, ateos, con ideas importadas
del extranjero (no olvidemos que estábamos en plena autarquía). En pocas
palabras: un cine propagandístico[1]
(recordemos el NODO desde 1942 a 1981) y proteccionista (los productores tenían
que pagar unas cuotas y conseguir una licencia de doblaje para controlar lo que
se decía en las películas)[2]. Así, títulos como Sin novedad en el Alcázar (1940),
coproducida con la Italia fascista; Raza
(1941) con guion del mismo Franco y dirección de José Luis Sáenz de Heredia (primo
de José A. Primo de Rivera) o El
santuario no se rinde (1949), del director Antonio Ruiz Castillo, hacen
protagonista al pueblo español como el elegido natural tocado por la divinidad.
Cosa lógica, por cierto, ya que el Régimen había proclamado que la victoria
había convertido a España en «Una unidad de destino en lo universal» y a su
Caudillo en «Vigía de Occidente». Un vigía, por cierto, que mantenía encendida
la luz de su despacho día y noche, una estrategia copiada, se ha dicho, de
Mussolini. Junto a los títulos citados, otras películas de trasfondo histórico-político
como El frente de Moscú (1940) o los
ideales del bando nacional como El
crucero Baleares (1940).
En la década de los
cincuenta se abandonaron, en cierto modo, los homenajes a los héroes del bando
nacional durante la guerra y tomó el protagonismo la religión. La católica, por
supuesto, con cotas cada vez más numerosas de ministros nacional-católicos en
este llamado «Primer franquismo» que se alargaría hasta 1959. Las primeras
películas que inauguran el decenio no presentan apenas evolución. Ejemplo de lo
dicho títulos como Cerca del cielo
(1951), de Domingo Viladomat, con un sacerdote como protagonista[3];
Muñoz Conde, el año anterior dirigió Balarrasa
(1950), con Fernando Fernán-Gómez dando vida a un militar que cambia el
uniforme por la sotana[4].
En ese abordaje masivo del nacional-catolicismo podemos citar obras como La señora de Fátima, de Rafael Gil
(1951), una recreación de esa aparición ante ingenuos pastorcillos en un pueblo
de Portugal. También entrarían en el lote Sor
intrépida, la historia de una monja que sacrifica su propia vida por la
ajena en las misiones (Rafael Gil, 1952), protagonizada por la francesa
Dominique Blanchard o La hermana Alegría
(Luis Lucía, 1955), con Lola Flores en el papel de una Sor Consolación que
devuelve al buen camino a chicas de moral dudosa, por decirlo de forma fina,
como Soledad, encarnada por la actriz Susana Canales.
En estas dos décadas
época
destacamos actores y actrices como Alfredo Mayo, Ana Mariscal, Rafael Durán,
Amparo Rivelles, Fernán-Gómez, Aurora Bautista, Jorge Mistral Sara Montiel y
una larga saga de folklóricas: Lola Flores, Paquita Rico, Estrellita Castro,
entre otras.
Hechas estas primeras
consideraciones, imprescindibles para situar el foco principal del artículo, y
partiendo del inicio de la década de 1950, fue cuando se produjeron las
Primeras Conversaciones sobre Cine Español, también conocidas como «Conversaciones
de Salamanca», unas jornadas organizadas por el director de cine Basilio Martín
Patino (entre el 14 al 19 de mayo de 1955) con el objetivo de hacer una
reflexión sobre las cinematografías, es decir, las distintas corrientes o géneros que se estaban llevando a cabo en
nuestro país. Durante aquellos días, que supondrían un punto de inflexión, un
antes y un después y un «despertar» en que participaron críticos, directores,
representantes del sector intelectual, organismos de Estado… Fue este un primer
intento, si exceptuamos el Congreso Hispanoamericano de Cinematografía,
celebrado en Sevilla en el marco de la exposición Ibero-americana de 1929.
Había transcurrido más de un cuarto de siglo.
Durante los días que
duraron estas jornadas fue inevitable que entraran en colisión dos generaciones
de cineastas: por un lado, la de aquellos que llevaban varios años en la
industria y por otro, los recién salidos del Instituto de Investigaciones y
Experiencias Cinematográficas, creado en 1947[5].
A los filmes basados en películas folklóricas, adaptaciones literarias, de
inspiración histórica (Locura de Amor,
Agustina de Aragón) de Juan de
Orduña, etc., tildadas de «artificiales» y «acartonadas», modelo de directores
consagrados como Juan de Orduña, Rafael Gil o Juan de Orduña, los Bardem,
Berlanga, Fernán Gómez, Martín Patino o Saura propugnaban un modelo de cine más
actual y realista, que fuera un verdadero testimonio de los problemas que ocurrían
en la España de los 50. Patino y Bardem definían su postura en un texto que
afirmaba: «El cine español vive aislado; aislado no sólo del mundo, sino de
nuestra propia realidad. Cuando el cine de todos los países concentra su
interés en los problemas que la realidad plantea cada día, sirviendo así a una
esencial misión de testimonio, el cine español continúa cultivando tópicos
conocidos (…). El problema del cine español es que (…) no es ese testigo que
nuestro tiempo exige a toda creación humana».
Este choque de
mentalidades se adivina ya con películas como Surcos (1951), de José Antonio Nieves Conde, con Luis Peña y María
Asquerino, un guiño al neorrealismo, que contaba la historia de una familia que
se traslada del campo a la ciudad de Madrid con el fin de poder mejorar sus
condiciones de vida (en su diseño se atisba la sombra del mago Zavattini), y se
consolida con Berlanga y Bardem en 1953 con Esa
pareja feliz, con Fernán-Gómez y Elvira Quintillá, donde se cuenta la
historia de un matrimonio que obtiene como premio de un concurso la posibilidad
que obtener todos los caprichos que quisieran durante 24 horas, y donde se
ponen en evidencia temas como las condiciones de vida de los españoles, las
dificultades de la vivienda, del trabajo. En consecuencia, las ayudas estatales
le fueron negadas y su estrenó fue retrasado. El año anterior Berlanga había
dirigido la exitosa ¡Bienvenido, Míster
Marshall!, con Lolita Sevilla y José Isbert.
El
mismo Berlanga resumió, a modo de «radiografía» la realidad del cine nacional con
este quinteto que se ha hecho famoso:
«El cine español es: Políticamente ineficaz.
Socialmente falso.
Intelectualmente ínfimo.
Estéticamente nulo.
Industrialmente
raquítico»
Finalmente, y de forma
general, Se decidió finalmente que era necesario que tanto las producciones
como el panorama cinematográfico español en general cumplieran las siguientes
características, partiendo de la base de lo imprescindible que era el
reconocimiento del valor cultural del cine como medio de expresión
contemporáneo, ya que, según sus organizadores: «El cine debía reflejar la
situación por la que estaba pasando el hombre español, sus conflictos y su
realidad tanto en épocas anteriores a los años 50 como en éstos, poniendo
especial énfasis en el contexto social de dicha década».
En definitiva, a corto
plazo, las jornadas resultaron ineficaces (no se cambió ninguna disposición
legal), aunque si calaron en los ambientes intelectuales, universitarios y
artísticos y se apoyaran por la crítica extranjera. Sin embargo, a largo plazo
la situación evolucionó en forma de una renovación «sin prisas, pero sin
pausas» en línea con una política aperturista cuyo objetivo general estaba
puesto en la adaptación a las tendencias europeas. La siguiente etapa de la
industria cinematográfica de nuestro país, bajo la dirección de García Escudero
y con Carlos Saura como responsable de la II Escuela de Cine, dio paso a la
corriente conocida como «Nuevo Cine Español» con títulos como Del rosa al amarillo (1963), de Manuel
Summers; La tía Tula (1964), de
Miguel Picazo; La caza (1965), del
propio Saura; Nueve cartas a Berta
(1965), de Martín Patino; El espíritu de
la colmena (1973), de Víctor Erice; o Furtivos
(1975), de José Luis Borau.
Concluía,
pues, una etapa y emergía otra, y otras más que continúan hasta nuestros días.
Pero esta ya es otra historia que rebasa los límites que nos hemos marcado para
nuestro artículo.
EL ATENEO LIBRE DE
BENALMADENA
“benaltertulias.blogspot.com”
[1] Una de las pocas excepciones fue
el caso de Huella de Luz de Rafael
Gil, una comedia que lleva a cabo una crítica social del momento.
[2]
Hasta 1962 no hubo criterios claros de censura y los directores de cine
dependían de lo que opinara el censor de turno.
[3] Como curiosidad, en la película
trabaja el actor Gustavo Rojo, nacido español, pero exiliado con la familia en
México.
[4] Es un claro intento en sustituir
uniformes por sotanas. Durante el primer franquismo, ocuparon cerca del 40 % de
los altos cargos de la administración y de las empresas estatales, si bien
siempre hubo entre cuatro y siete ministros militares
[5] En 1951, al crearse el
Ministerio de Información y Turismo, el IIEC se integra en este departamento y,
en 1962, cambia su nombre por el de Escuela Oficial de Cinematografía (EOC). En
1976, fueron clausuradas las actividades del centro y sus funciones se
transfirieron a la Facultad de Ciencias de la Información.
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